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de las almas. No es precisamente el director ·el que, a fuerza de razonamientos, ha de llevar la paz al alma atribulada, sino que es el mismo Dios quien se ha reservado para sí la última decisión.. El di– rector humilde que sabe secundar la acción de la gracia divina, espera contento en segundo plano la última y definitiva intervención del espíritu de Dios, y lejos de creerse indispensable, contempla emo– cionado la gran labor de transformación que sólc el Espíritu Santo es capaz de realizar en lo más recóndito de las almas. No obstante, no vayamos a pensar que el Padre Diego :fué un mero espectador de la acción santifi– cadora de la gracia divina; él procuró prepararse, para servir de medio entre Dios y las almas, con el estudio de lo$ grandes místicos y escritores de vida espiritual y, sobre todo, con una constante oración. Por eso no es extraño que sus dirigidos sintiesen aquella especie de atracción irresistible por la cual no podían pasar sin ir a verle y oírle. El sefíor Párroco de Nuestra Señora del Carmen, al salir cierto dfa de confesarse, no pudo menos de exclamar: .:......"Siempre que vengo a este convento salgo e.e él más lleno de santidad." Naturalmente, no eran las paredes del austero edi– ficio el que le causaban tan admirable efecto, sino el trato íntimo, de corazón a corazón, con su santo director espiritual. Esa especie de irradiación sobrenatural que sus penitentes notaban en presencia del P. Diego en 33

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