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El que esto escribe recuerda la impresión que le cs:usó la primera vez que vió al P. Diego. Era des– pués de cenar. Unos cuantos jóvenes habíamos lle.– gado procedentes del Seminario Seráfico de El Par– do para ingresar en el Santo Noviciado. Entre los religiosos que se acercaron a nosotros para darnos la bienvenida me llamó la atención uno de mirada penetrante y porte austero. El hábito que vestía estaba hecho de dos grandes remiendo~ que se dis– tinguían entre sí por el distinto color. En el curso de la conversación supe que aquel religioso era el P. Diego, nuestro Maestro Novicios. Confieso que m2 impresionó aún más al saber quién era, y esta impresión la conservo como el primer recuerdo que tengo del P. Diego. Respecto al hábito quiso siempre conservar su natural austeridad no sólo en cuanto al color, sino también en cuanto a lo burdo del paño. Todas es– tas que pudiéramos llamar pequeñeces, el P. Diego las consideraba como cosas típicas de nuestra aus– teridad capuchina y como tales las practicaba fiel– mente y procuraba inculcar a sus novicios para que las practicasen y conservasen como preciada herencia recibida de los antiguos capuchinos. Hoy tal vez esto parezca ridículo o por lo menos no tan en conformidad con los tiempos presentes, pero para los que fueron educados en este espíritu tuvieron sin duda un valor ascético incalculable. Otras ele las cosas que defendió con todo fervor fue la conservación y práctica de las penitencias 16

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