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104 ENRIQUE RIVERA DE VENTOSA Caramuel dispone una clasificación de saberes según las artes reales y virtuales. Las primeras dirigen la inteligencia, las segundas se aplican tam– bién a la voluntad. La reagrupación de estos diversos saberes motiva el que componga distintos cursus. Muestra en ello una típica preocupación escolar. El principal de ellos es un Cursus phílosophicus. Planea dentro de él una Gramática Universa/ con la que trata de superar la Lógica de Aristóteles para ampliarla con una Para lógica y una Meta lógica en las que se anticipa a la Logística Moderna. Sobre filosofía del lenguaje, en vinculación con la Lógica, Caramuel reflexiona con tal clarividencia que preludia el desarrollo posterior de la Lin– güística. Rechaza la concepción aristotélica que ve en la palabra un interme– diario entre el concepto y la cosa, pues la palabra, según él, ya tiene relación directa con la cosa misma. Percibe también la conveniencia y posibilidad de una continua reelaboración de las lenguas, para que éstas respondan a la variación de los tiempos. Propone además que se estudien las diversas len– guas en uso para extraer de todas ellas la estructura de una lengua uni– versal. La doctrina de Caramuel más discutidas ha sido la filosofía mora/– jurídica. Pero por motivos obvios nos vemos forzados a dejarla a trasmano. Sólo ella merece un estudio detenido y profundo frente a tantos malentendi– dos de que ha sido objeto. Por otra parte, es tema marginal a la ciencia que es lo que en este apartado hemos querido sucintamente exponer. Desde esta perspectiva histórica 'del barroco español es justo que trate– mos de recoger una de las lecciones más instructivas que en el mismo pode– mos leer. Esta lección a que aludimos es sin duda deprimente. Pero muy para ser tenida en cuenta. Pone bien a la vista que uno de los pecados más nefastos del saber español de los últimos siglos es su carencia de continui– dad creadora. Dejamos a trasmano aquí a la mera repetición de las escuelas escolásticas, que pecaron por cultivar una continuidad enervante, pese a las alharacas de El Filósofo Rancio y similares. En prueba de esta nefasta carencia de continuidad evoquemos la obra de Benito Feijoo. Historiadores de talla, en primera línea Gregario Marañón, han ponderado su estima de la ciencia moderna y su abertura a la misma. Pero si cotejamos su obra con el breve resumen que aquí hemos expuesto, se advierte al instante que Benito Feijoo se desentiende de los mejor de nuestra cultura: literatura, arte, música, metafísica, derecho natural, etc... Baste decir que por lo que toca a nuestro gran simbolismo ni tenía posibili– dad de hacerse cargo de tal tema. Tan sólo B. Feijoo se muestra sensible a la ciencia. Pero no empalma con la ciencia española sino que mira al extran– jero: Bacon, Descartes, etc... Pone en marcha ese mal método hispánico que consiste en ponderar lo de fuera hasta el exceso y desconocer lo propio hasta en sus egregias producciones. Los ilustrados españoles siguieron por esta vía. Bajo su influjo Carlos III prohíbe la representación pública de los Autos Sacramentales. Pero unos años después W. Goethe se entusiasma leyendo La hija del aire de Calderón. El simbolismo, tan cultivado por el arte

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