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4 LOS :\UNISTROS DE LA ORDEN FRANCISCANA autoridad constituida conocía bien. Como la gran masa popular, es muy limitado en la conceptualización teológica y transfiere sus conte– nidos a la esfera de los afectos, ajustando a registros emotivos el patrimonio espiritual y devocional que se propone vivir con entu– siasmo. Su relectura del Evangelio está hecha en clave histórico-literal; el Santo busca siempre el sentido obvio y simple de la palabra de Dios. Insistiendo en querer conocer sólo a «Cristo pobre y crucificado» (2 Cel 105), Francisco gustaba solazarse en la contemplación e imita– ción del Hijo de Dios encarnado, ejemplo vivo de amor y de sufri– miento altruista. Dios crucificado es para él la síntesis concreta de toda la doctrina evangélica. La Tau, con la que el Pobrecillo gustaba firmar sus cartas y señalar las celdas de los hermanos (3 Cel 2), es el símbolo de esta imagen viva de un amor inmolado. el Dios más creíble que el tiempo esperaba Cristo, «imagen de Dios invisible» (Col 1, 15) revestido de humanidad y reducido voluntaria– mente a la condición de siervo (cf. Fil 2, 6-8), se hace para Francisco la norma de comporta- miento y el criterio de opciones existenciales a nivel personal y social. El mismo pueblo destinatario de la acción evangelizadora llevada a cabo por el Pobrecillo de Asís quedó fasci– nado y conquistado por el modo corno Francisco sentía y presentaba a su Dios. Y todos comenzaron a redescubrir que el Señor es el Amigo más cercano y fiel, el verdadero Emanuel («Dios con nosotros», Mt 1, 23) que vive en medio de su gente como el pastor entre sus amadas ovejas. La cultura religiosa oficial, anclada en esquemas correspondientes a un clima histórico ya pasado y conformes por tanto a una sensibili– dad humana diversa, insistía en proponer un Cristo mayestático y triunfante de impronta bizantina. Pero los «comunes» que nacían a un nuevo humanismo cristiano de extracción popular escucharon algo nuevo cuando Francisco proclamó con insistencia que María, la madre de Jesús, había «hecho hermano nuestro al Señor de la majestad» (2 Cel 198). Francisco experimenta y presenta a un Dios vivo, acam– pado en medio de su pueblo, partícipe por consiguiente de las espe– ranzas, de las alegrías y sufrimientos humanos (cf. Jn 1, 14). El renacimiento religioso popular, animado por Francisco y sus seguidores, se apoya sólidamente sobre dos pilares harto caracterís– ticos: la ternura de Belén y el drama del calvario.

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