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tificación e insiste sobre la resignac10n. Y hay también quien juzga. bajo el deslumbramiento de los fulgurantes descubrimientos de la hora actual, que la Iglesia no tiene en la justa y merecida consideración los crecientes pro– gresos modernos. Otros, bajo la impresión de las miserias que azotan al mun– do, creen que la reforma social es de mayor urgencia y más fundamental que la predicación de la palabra de Dios, la administración de sacramentos, la práctica de la religión. En las dolorosas circunstancias en que se hallan mu– chos sectores de la humanidad, el hombre se preocupa del pan material. El reino de Dios, se dice, vendrá después... Se olvida que todo el esplendor de la creación supera a los descubrimientos del genio humano, y que éstos tan solo son copia y débil destello de la idea creadora. Sobre todo las masas, desviadas por las corrientes antirreligiosas o lan– guidecidas por la indiferencia religiosa que les envuelve, muy poco compren– den de cuanto exponen los teólogos con sus argumentos. Es pues preciso in– sistir sobre este punto: que el pecado es la causa de todos los males, y que debe ser repudiado de la manera más absoluta. Este es el objeto de la pre– dicación: hacer conocer el bien y la virtud, en contraste con el mal, e indi– car el camino, para recorrerlo conforme a las normas de la ley divina. Para conseguir esto, no se debe buscar refugio en una especie de aisla– miento religioso. La Iglesia no puede considerarse como una casta. Ella quie– re congregar a todos los hombres en el cuerpo místico de Cristo, y abraza a todos con la ternura de una madre que estrecha a sí los hijos fieles, y tienen un afecto especial, mezcla de amor y de dolor, por aquellos que se sustraen a su solicitud, y que Ella quiera salvar. La Iglesia, divina por esencia y sobrenatural por su constitución, no está vinculada a una civilización y cultura, sino que abraza a todas, para orien– tarlas y transfigurarlas en la verdad del Evangelio. Fuera del mundo cristiano hay sin duda personas dotadas de ciertas cualidades y que realizan obras que merecen nuestro respeto: no debemos negarlo, antes bien rodearlas de nuestra admiración y simpatía, para faci– litarles la fuerza santificante de la doctrina de los sacramentos de la Igle– sia, no olvidando en estos tiempos ecuménicos, mientras tanto se habla de unión y unidad, el ansia de Cristo respecto a las ovejas que se hallan fue– ra del redil: "... Et illas oportet me adducere". La predicación debe conducir a desentrañar al hombre y a la sociedad, analizar sus pasiones, estudiar sus vicios, medicinar sus deficiencias, valo– rar sus cualidades, para poder reformar su conducta: no tratándole con des– dén ni pesimismo, sino con entusiasmo y benevolencia, con celo, sin pre– venciones, con confianza y buena voluntad, abriéndole el camino que debe llevarlo a la unión con Dios. En este tratar con el hombre y con la sociedad, hecho en nombre de la Iglesia y teniendo por base sus máximas, es preciso guardarse muy bien de atribuir a la misma una finalidad limitada y terrena. La Iglesia se halla fuera y sobre toda contingencia humana. Aunque formada de hombres, su fin es eminentemente espiritual: la salvación eterna del hombre; bien que r·ealice su misión sobre la tierra, Ella aspira a las cosas del Cielo; restrln- 67
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