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conducirá a la realización práctica de un sin fin de obras que facilitarán el ejercicio del sagrado ministerio. Pero, repito, el predicador jamás podrá ser instrumento útil de apostolado, si primeramente no conforma su corazón y su vida en la escuela de Cristo y si no se consagra a un estudio serlo y pro– fundo del hombre. El hombre ha sido puesto por Dios en el mundo para dominarlo; pero la historia de la vida demuestra que el hombre sufre una debilidad intrínseca, derivada de la culpa original. Si esta ha sido quitada en su raíz, permanece no obstante en las consecuencias. Las dudas, las dificultades, las languideces, los dolores, los contrastes, son la herencia de la naturaleza humana sobre la cual los planes de Dios se verifican con una providencia siempre presente, misericordiosa, paciente, tolerante y benigna. Conviene, por tanto, que el predicador, llamado a contribuir a la exalta– ción de Dios en sus criaturas, sepa conciliar las riquezas de la naturaleza y de la vida con el esplendor de los principios inmutables del Evangelio. Por esto hay que estar convencidos de que la armonía del mundo, entre cria– tura y Creador, no puede ser restaurada con la colaboración sobre un plano simplemente humano, pero sí con la realización concreta de la idea cristiana en todos los sectores de la sociedad, en sus leyes, ordenanzas e instituciones. Por ello, no se debe perder de vista la realidad del mundo, que no debe ser considerado en una forma abstracta. El mundo, hoy, vive bajo el recelo de los acontecimientos que se enlazan y de los descubrimientos que se suceden, y demuestra tener pavor a los misterios de la ciencia. Verdaderamente, pa– rece extraño que el progreso material, que constituye justamente el orgullo y la fiereza del hombre, sea también causa de su malestar. El hombre moderno, acostumbrado a la velocidad vertiginosa, olvida la estabilidad de las tradiciones y pierde la fidelidad a las mismas. El hombre moderno, que lo quiere ver todo, absorbido por el ejercicio de los sentidos externos, difícilmente ve lo íntimo del espíritu. El hombre moderno, compe– netrado con la energía material, se siente envuelto en un sistema mecánico, que restringe y disminuye sus energías personales. Ello es debido al hecho de que, exaltado y fascinado por sus conquistas, cierra los ojos a la inmuta– ble grandeza de Dios, para vez solamente los oscilantes resultados de sus obras. Se precisa, pues, encarrilar a sus justas pro.:;:iorciones el juicio del hom– bre, que es siempre finito y limitado. Para alcanzar este resultado, en el campo espiritual es necesaria una mís– tica: la mística de la caridad, del amor, de la unión, que nos ha sido dejada por Cristo, para conocer y ayudar al hombre. Y, si nos obligamos a practi– carla por convicción, con asiduidad y con inteligencia, tendremos a nuestra disposición una fuerza invencible. Con la práctica generosa de la caridad, se pueden realizar obras estu– pendas para la reforma del hombre. Y la caridad, que es la máxima suprema del Evangelio, es el tesoro de la Iglesia, la cual, en un mundo en evolución, re– presenta el orden y la paz. Conviene recordar, no obstante, que al hombre moderno le parece irreal y mal adaptada la Iglesia, la cual, por medio de sus ministros, predica la mor- 66

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