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Recuerdo un bellísimo cuento que leí hace años, el de una viejecita que el día de Navidad llega-cansada, arruga– da y milenaria a la cueva de Belén a visitar al Niño Jesús. Se acerca a la cuna del niño y deja sobre las pajas una manzana que saca de su pecho. Era Eva, la primera mu– jer, que durante siglos esperaba la oportunidad de redi– mir su pecado. Apenas deposita la manzana a los pies del Redentor, la viejecita recobra toda su esplendente juven– tud. Bien pudiéramos pensar si cada uno de nosotros guardamos en el corazón alguna manzana de discordia, de pecado, -envidias, odios, rencores, malquerencias- que hemos de entregar a Dios para recobrar la belleza de la gracia _y el sentido de bienestar. Valga la ofrenda de estas alegorías para reparar la alegoría de esa película de Goncard que, para más triste– za, lleva por título el saludo que el ángel dirigió a la Vir.: gen: Dios te salve, María... ". Y por encima de todos los simbolismos, los cristia– nos creemos en esta verdad: María es Inmaculada, Madre de Dios y Madre nuestra. 354
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