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123 Músicos callejeros. Me paré en la calle para escuchar. Llevaba prisa, como casi siempre, pero me detuve. Eran dos jóvenes -chico y chica- los que interpretaban, al paso de los transeúntes, en una bocacalle, un dúo musical de flauta. Tenían en el atril un "andante a/legro". ¡Qué bien sonaba! Aplaudí con emoción a los jóvenes músicos y también les eché un dinerillo. Era un modo el~gante de ganar unas pesetas. Se advertía gesto risueño entre los que nos parábamos o pa– saban. La calle rebosaba del dulce sonido de la flauta toca– da con seriedad, con maestría, con expresividad. La mú– sica de aquella mañana en la bocacalle era una higiene mental, una terapia para el alma acelerada de la ciudad... Se van echando de menos los alegres sones callejeros, la espontaneidad de la risa, la palabra jocosa. Nos hemos vuelto demasiado serios y angustiosos, entre la estriden– cia de la publicidad, el gruñido de los coches o el silencio desconfiado ... ¡ Y Dios no es así..! Dios nos invita a reír y a cantar. "Alabad al Señor que la música es buena", dice un salmo que se reza al amanecer en la hora de laudes. Hasta los niños, que captan bien los sentimientos, se acercaban para echar su moneda a la pareja de músicos ... Me acordé del cuento: "El flautista de Hamelín ", que se llevaba con el embrujo de su flauta todos los ratones de la ciudad. ¿Por qué el "andante a/legro" de estos músicos callejeros, que era como una gracia de Dios en la mañana dominguera, no se iba a llevar de la calle los ratones de la 328
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