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c10n... Luego dirigió su mirada a la parte v1eJa de la ciudad que podía verse por encima de los árboles y las tapias: casas bastante irregulares y tejados grises; la espadaña monástica de las «Carbajalas», cuyas campanas se habían puesto a tocar tan nlidosamente como en otras muchas ocasiones del día; las torres solemnes de la ca– tedral circundadas de vuelos y sombras de grajos... Adiós, todo, adiós. Pasó bajo las ventanas del refectorio conventual: po– cas horas más tarde tendría allí lugar su última co– mida. Entró finalmente en el claustro y siguió al jardín in– terior del convento, donde tantas cosas bellas se le ha– bían ocurrido y al cual daba la ventana de su celda. Qui– so detenerse allí, mirando hacia arriba para contemplar de cerca a las golondrinas quietas y silenciosas que se alineaban en la cornisa del crucero; mas no pudo hacerlo a satisfacción: el Hermano portero le andaba buscando, porque alguien de los suyos le esperaba en la portería para hablarle. Poco de siesta durmió aquel día el P. Fidel. No· aca– baba de conciliar el sueño, y se levantó para dar, sin rui– do, los últimos toques a su modesto equipaje. Asistió a Vísperas en el coro, y poco después ya recibió aviso de que estaban abajo aguardándole los chicos que habían de acompañarle a la estación. ¡ Adiós también a aquella humilde celd;i donde había vivido tantas horas difíciles de explicar! Y desde ella, a la tribuna, a despedirse del Señor Sacramentado, el verdadero Amo de la casa. Los muchachos que aguardaban en la portería eran los más fieles: Valentín Negrete, Tiburcio Dato Gómez, Martín Bosque, etcétera, etc., hasta unos diez. Le cogie– ron las maletas, y andando hacia la estación. Sobre el grupo que caminaba se abatía claramente la pesadumbre, aunque ellos hicieran esfuerzos por aparecer «como siempre». Hablaban con poca espontaneidad, forza– damente, de cualquier cosa, sin coherencia. Al pasar por la estatua de Guzmán el Bueno, el P. Fidel levantó la mi– rada al ilustre héroe leonés, como si quisiera decirle: «Cuida siempre de esta ciudad, y como espejo de caba– lleros que siempre fuiste, no consientas que en ella se 629

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