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tras nos encontremos instalados en el cuerpo, andamos peregrinando, lejos del Señor = peregrinamur a Domino». El P. Fidel levantó del libro sus ojos, y a través de la ventana envió - ni él mismo sabría decir a dónde -, una mirada de muy honda complacencia. ¿Seguía llovien– do? Seguramente; pero ¿cómo iba a darse cuenta de se– mejante menudencia? Su atención, su concentrada aten– ción, no marchaba hasta entonces con el mirar de sus ojos corporales: estaba toda ella puesta en la mirada del espíritu, y ésta veía un contenido maravilloso en las es– cuetas frases de San Pablo. Aquellas pocas líneas, que se leyeron rápidamente por primera vez hace siglos en la cristiandad de Corinto, eran definitivas para entender la presencia del hombre sobre la tierra. El hombre no puede afianzarse ni instalarse ple– namente bien en este mundo, y pasa él y pasan todas sus cosas, porque aquí está lejos de su verdadera morada, de la mansión «no hecha de manos», la «casa eterna», que Dios le tiene preparada en los cielos. Aquí se encontrará siempre inestablemente... , como uno que se cobija en tienda de campaña. Y es natural que el hombre no acabe de encontrarse a gusto en la tierra..., y que ande siempre como un in– quieto buscador de algo..., y que en su vivir abunden más los suspiros que las risas... «Gemimos anhelantes», dice el Apóstol; y, ciertamente, la mayor parte de las cosas que encontramos en el vivir del hombre no son en el fondo más que brotes, conscientes o inconscientes, deco– rosos o miserables, de un continuo suspirar por algo que nos falta y que debe venir, por algo oscuramente deseado y presentido. «Andamos peregrinando, lejos del Señor» ... Sí; nos– otros venimos, pasamos, seguimos..., pero nuestro forzoso andar, si bien lo entendemos, no es cosa desesperante ni absurda, como dicen muchos. Está esencialmente presi– dido por una finalidad, tiene de lleno un sentido tan mis– terioso como real. Los peregrinos, aunque se detengan o den rodeos, saben a dónde se dirigen; nosotros, los cris– tianos, también lo sabemos: vamos hacia Dios. Un día nos alejamos culpablemente de El, y ahora tenemos que ir haciendo, penosamente, el viaje de retorno. La mente del P. Fidel trabajaba ahora a pleno rendi- 59

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