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se le haría la tumba modesta y digna que conservase su nombre para las generaciones futuras. Aquello de sepultarla en el mismo suelo agradaba al P. Fidel: correspondía mejor al sentido cristiano del «en– terramiento» y rimaba perfectamente con lo dicho por Jesús al hablar en cierta ocasión de su propia muerte y sepultura: «Si el grano de trigo no cae en el seno de la tierra, él sólo permanece; pero si cae, se multiplica en el fruto». Josefina iba a ser, de verdad, «sembrada», y esto resultaba hermoso a los ojos de la fe, aunque terrible– mente doloroso para los sentimientos humanos. Ya a punto de bajarla al hoyo abierto, el sacerdote entonó la última antífona del oficio fúnebre, una antífona de suprema esperanza, derivada de las palabras de Jesús ante la muerte de su amigo Lázaro: « Yo soy la resurrec– ción y la vida; quien cree en Mí, aunque esté muerto, vivirá». El P. Fidel quiso unir su canto al del sacerdote. No pudo : algo muy fuerte le apretaba la garganta. Los fa– miliares de la muerta sollozaban abiertamente; él debía reaccionar con violencia para no hacer lo mismo. Con todo, los ojos se le nublaban a cada segundo, y alguna lágrima rodaba furtivamente por el rostro que trataba de aparecer impasible. La tierra iba cayendo sobre el ataúd..., y su caída re– percutía despiadadamente sobre los corazones. «¡Adiós, Jo– sefina querida! ¡ Adiós para siempre!», suspiró con acenio desgarrador su padre. Hubo que retirarle de allí. El Pa– dre Fidel encontró fuerzas para replicar, como si hablara consigo mismo: « No. Adiós para siempre, no. Volvere– mos a verla. Y quizá pronto... Aquí dejarnos sólo su cuer– po, sus despojos; su alma vive. Y este mismo cuerpo que aquí dejamos, aguardando queda la mañana de la resu– rrección». El sacerdote trazó por última vez la señal de la cruz sobre aquel montón de tierra removida: «Concédele, Se– ñor, el descanso eterno, y la luz inextinguible resplandez– ca para ella». Todo había terminado. ¡Qué terrible moverse de allí y emprender el camino de regreso... sin ella! posi– ble que ya no la veamos más? El brillo aquel de su mi– rada, tan pura y tan hermosa, ¿se habrá apagado para 602

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