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Lo que había de decirles a ellas no acababa de «salir– le»... El P. Fidel se encontraba desasosegado. ¡No acababa de dar forma a los pensamientos que oscuramente se mo– vían por las estancias de su cerebro! Faltaba orden y luz en aquel confuso tropel de ideas que iban y venían. El quería dar en pocas y bellas palabras una honda explicación de todo este continuo ir, pasar, seguir..., a que los hombres estamos irremisiblemente condenados sobre la tierra. Le vino muchas veces a las mientes la tan co– nocida sentencia de que «la vida es un viaje»; se acordó, y remiró incluso, cierto pasaje en que Ortega y Gasset («El Espectador», 1921; «En el tren») comenta ese dicho, explicando la razón que tenían los ascetas para considerar así la vida (y metiéndose de paso humorísticamente con el P. Juan Eusebio Nieremberg)... Varias veces apretó en– tre sus dedos la pluma, decidido ya a escribir resuelta– mente sobre tal idea de la «vida-viaje»... Pero otras tan– tas acabó desistiendo, porque la dicha expresión no lo– graba satisfacerle del todo: echaba de menos en ella el sentido divino o religioso que debe tener nuestro «pasar» por la vida. Al fin saltó en su mente la palabra deseada: ¡ PERE– GRINACION ! Hecho el hallazgo, quedó él mismo admirado de que le hubiera costado tanto esfuerzo, pues muy bien podía recordar ahora que más de una vez había considerado él mismo tal palabra-idea. ¿No decía algo sobre eso la Sa– grada Escritura? Parecía que «le sonaban» ciertos textos... ¡Sí! Había varios pasajes del Nuevo Testamento en que se advertía a los cristianos su condición de «peregrinos», es decir, de hombres que van de viaje en busca de Dios. Trató en seguida de localizar aquellos textos... Fue derecho a las Epístolas de San Pablo, pues sen– tía por este apóstol una admirativa predilección; y su búsqueda no resultó vana. En la carta 2.ª a los fieles de Corinto (V, 1-6) encontró algo que le pareció estupendo: «Sabemos que si nuestra casa terrena (en la cual vivimos como en tienda de campaña) acaba deshaciéndose, edi– ficio tenemos de Dios, casa no hecha de manos, casa eter– na, en los cielos. En esta de aquí abajo gemimos anhelan– tes, porque deseamos alcanzar aquella celestial... Así, pues, confiamos osadamente en todo tiempo, sabiendo que míen- 58

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