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una empieza a pedir lo suyo... Entonces corro al u~.,.,..~.,.~ es mi único refugio, y ruego a Jesús: «Dios mío: borra de mi mente toda duda, yo quiero amarte como te h'ln amado los santos». »Por otra parte, mi Madre del cielo ¡cómo me Cuando siento asfixiárseme el alma, acudo a Ella: mía: Tú que sabes que el mayor dolor que podía tener en esta vida sería el de saber que había cometido un peca- do no me dejes, no me Me encuentro casi sin para luchar: méteme en tu Corazón inmacula- do, a donde no llegan los ruidos de fuera». »Padre: en esos momentos (no es ilusión, créame) siento como si todo se apagara en derredor mío, como si estuviese dentro de una concha, y sus valvas se fueran ce– rrando, conmigo dentro. Los instantes de dicha que siguen, no son para expresados: todos mis trabajos y luchas pue– do darlos por benditos, si al final siento en mí algo tan inexplicable y a la vez tan dulce». ¿Qué decir de Juli Mari? Era de esas pocas almas que vale de verdad la pena haber conocido en la vida. IV El estado de Josefina inspiraba cada vez mayor preocu– pación. Se complicaban sus males... El corazón, aquel co– razón que tanto, tan honda y tan silenciosamente había sentido, amado y sufrido, empezaba a tener irregularidades muy serias. Hacia el 20 de junio el médico perdió casi todas sus esperanzas: ei organismo de la pobre enferma apenas reac– cionaba va a los más fuertes medicamentos o estímulos. Pero· el espíritu de Josefina (a quien por otra parte no resultaba nada encantador morir tan joven) sí iba reaccio– nando como era de esperar: se entregaba plenamente, no sólo con resignación, sino con verdadera generosidad, a los misteriosos designios de Dios. ¡Que se hiciera en todo su santa voluntad! Y, cosa extraña, quedó más tranquila que nunca al saber que, en lo humano, ya no había motivo alguno de 38. - Témporas ... 593

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