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te con ellas, y lloro cuando veo tan cambiadas a chicas antes tan piadosas y tan sin mancha..., y me mortifico por ellas diciéndole a Jesús: «Señor, ¿qué importa que yo me deshaga, si esto ayuda para que un alma pase del campo del pecado al de la gracia?» »Comprendo que casi todo mi bien se lo debo a la comunión. No recuerdo haberla perdido ningún día desde hace bastantes años. Las veces que he estado mala, aunque hubiera pasado en cama todo el día, a las siete de la ma– füma siguiente ya estaba yo en pie para ir a recibir el pan que sana y da fuerza. He renunciado a viajes que me ilu– sionaban, sólo porque durante ellos no podría recibir al– gún día a Jesús... Pero El me lo paga bien, accediendo a veces a mis súplicas de una manera maravillosa... Más de una vez me ha ocurrido, después de llevar algún tiempo rogando por la conversión de un alma, estar yo de rodi– llas ante el sagrario, y de pronto sentir que alguien llora junto a mí; vuelvo la cabeza, y veo con sorpresa que es el alma de mis oraciones la que de tal modo desahoga su arrepentimiento ante el Señor. Estas cosas me proporcio– nan un inmenso gozo y me animan a seguir adelante, segu– ra de que ni mis oraciones ni mis sacrificios pueden resul– tar infructuosos, pues, aunque yo no merezca ser escucha– da, Jesús es incomprensiblemente bueno conmigo v con los demás. • »En cierta manera, puedo decir que mis mayores ami– gos son mis enemigos. Basta que alguien me ofenda en lo que sea, para que entre en la lista de mis peticiones, y es– pere yo con ansia el momento de «vengarme» haciéndole algún favor. Siempre que he meditado sobre la parábola evangélica de los talentos, he pensado que a mí me ha con– cedido dos, y con ellos tengo que negociar: mis enemigos y mi carácter, que es muy impulsivo. Debo presentar a Dios, el día de mi muerte, todos esos obstáculos que he en– contrado en mi camino, y que, con humillación por mi par– te, con un poco de amor hacia El, haya sabido transformar en materia de salvación. Esos momentos, en que a la me– nor cosa que me hacen o me dicen, siento hervirme la san– gre y que las palabras se agolpan violentas a mi boca, no creo que puedan compararse con nada... Si Dios no me ayu– dase, ¡ cómo estallaría ! Para que luego crean que soy un modelo de mansedumbre». 591
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