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las dichosas dificultades! No podía ir de frente a sus ob– jetivos; tenía que maniobrar constantemente para disimu– lar en lo posible sus verdaderas intenciones. ¡ Y los cami– nos de rodeo son tan largos y frecuentemente tan fasti– diosos! Poniendo fin a sus cavilaciones acerca de una posible y eficaz organización, comenzó a pensar con urgencia en lo que habría de decir a sus jóvenes en la próxima reu– nión, que sería la tarde del día siguiente. Lo que les había dicho hasta entonces se mantenía por lo general en una línea de acción que pudiera califi– carse de negativa, puesto que había sido ordenado a la destrucción o eliminación de algo : « desengañarlas» de esto o de lo otro..., quebrantar su excesivo y naturalísi– mo apego a una vida placentera o fácil..., deshacer el «encantamiento» que pudiese estar ejerciendo sobre ellas la tan incitante VANIDAD del mundo, vanidad que era como la atmósfera en que se movía forzosamente su vi– vir joven... Por eso había insistido él tanto en hacerlas descubrir intensamente la fugacidad o transitoriedad de todo lo que podía deslumbrarlas, no fueran a poner sus mejores afanes en la conquista y disfrute de cosas que irremisiblemente se les irían escurriendo de las manos. Era preciso ahora empezar a ofrecer a aquellas jó– venes bien dispuestas algo verdaderamente positivo, al– go que en forma más directa sirviera para la «edifica– ción», es decir, para la gran tarea de levantar la «obra del espíritu cristiano». No podía dejarse manco o in– completo su concepto de la vida. Bien cristianamente la habían de entender, para que cristianamente la supie– ran vivir. Llamarles la atención sobre la esencial FUGACIDAD de la vida presente no resultaba muy difícil; pero sí estaba lejos de ser fácil el ofrecerles una interpretación bella y honda, y exacta y estimulante de la FUGACIDAD. Y lo grave era que no podía eludirse dicha interpre– tación. Sin ella, la apremiante y reiterada consideración de la fugacidad de todo ¿a qué podía conducir? Entregado a hondas reflexiones, el Padre Fidel de Pe– ñacorada estaba a la mesa, con la pluma en la mano y unas blancas cuartillas delante, sobre la negra carpeta. Pero la pluma no escribía nada. 57

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