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que el medio normal del sacramento le estaba vedado la mayor parte de los días. No todos se quedaba sin el consuelo de la comunión. El P. Fidel, con los debidos permisos, dispuso las cosas de modo que, al menos cada jueves y cada domingo, pu– diera recibir a quien más amaba; y Josefina aguardaba con verdadera ilusión la mañana de tales días : en la oscura y dolorosa monotonía de su enfermedad únicamente las vi– sitas de Jesús aportaban luz y consuelo. Incluso llegaban días en que, gracias a esta iluminación íntima que obraba el Señor, la pobre enfermita se sentía incomparablemente feliz, a pesar de su cruz, a causa de su cruz, y daba muchas gracias por ella, y se entregaba de lleno a su papel y misión de pequeña víctima. Pero también llegaban días muy diferentes. Días de nubarrones; y noches oscurísimas, en que la torturada criatura sentía sobre sí, ahogándole el alma, todo el horror de aquellas horas que Jesús conoció en Getsemaní. Tales congojas íntimas, unidas a la acción de su dolencia corpo– ral, la dejaban extenuada. Y aunque trataba de responder a las disposiciones del Señor con el mismo amor y genero– sidad de siempre, en aquellos «días malos» no podía can– tar como en otros mejores «De mi Jesús el Corazón adoro: en El está la dicha del edén; es para mí el único tesoro... » Le adoraba a El, y adoraba sus designios; pero la di– cha del edén... estaba lejos, muy lejos. Aquellas horas eran las de repetir con angustia las palabras del Gólgota: «Dios mío, Dios mío: ¿por qué me iias abandonado?» Sólo el recuerdo e invocación de la Madrecita del Cielo ponía un rayo de luz en la negrura de tales horas o jornadas, en que el alma palpaba toda la magnitud de su limitación y Dios parecía dejar enteramente suelto al te– rrible «poder de las tinieblas». 587

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