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gares, ni figurines de moda; ni Maritornes, ni muñecas -, y vuestro interior lleno de Dios. Vuestro cuerpo es santo, porque ha sido consagrado por los sacramentos de la Igle– sia; y todo vuestro ser, templo del Altísimo. »No creáis que esto último es una simple considera– ción piadosa; es una verdad de fo. Lo dijo Jesucristo, y en sus epístolas lo declara repetidamente San Pablo. Es– tando en gracia de Dios, sois hermosa morada suya. Aquí se iundamenta principalmente la necesidad de guardar una modestia y pureza ejemplares: los templos merecen su– mo respeto, y no pueden profanarse ni con descuidos ni con acciones indignas». II Josefina no mejoraba. La pobre madre tenía más de una vez fatales temores, y se estremecía presintiendo... ¡No! ¡ No quería pensarlo! ¡No podía ser! Con toda la iuerza que puede poner en su oración una madre angus– tiada, ella había pedido en los últimos días de mayo a la Reina de las flores que no se le marchitara sin remedio aquella su Josefina, que era ciertamente la flor más esco– gida de su hogar. .. Pero la Reina de las flores, que había sido Madre Do– lorida por antonomasia, aparentaba no hacer caso de la más tremenda súplica de una madre. Peor aún: parecía como si quisiera insinuar delicadamente, con su mirar y su sonrisa, que el cielo es mucho mejor jardín que la tierra para ciertas ilores. Entró el mes de junio. Era éste un mes particularmente amado por Josefina. Mes de plenitud primaveral, mes de los vencejos y las ro– sas, de trigales colmados y de amapolas en ellos, de fragante hierba en los prados y de lenguaje misterioso en las fuen– tes, tenía sobre todo el mérito de ser el «Mes del Sagrado Corazón». Y Josefina le amaba principalmente por esto. Con los trigales y las amapolas y los prados y las fuen– tes, ella, aprisionada en el lecho, sólo podía soñar; las ro- 585

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