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cierto es que resultan tremendamente necesarias en la ascética cristiana de todos los tiempos. Podrá haber for– mas y modos de hacer penitencia que «no nos vayan» al presente: bien, se trata de algo accidental; lo sustancial es el mismo «hacer penitencia», la necesidad de enfrenar la arrogancia de la carne, para que no ahogue la vida del es– píritu, y esto es cosa de todas las épocas y de todos los días. Pero todo eso resulta poco agradable... - Poco agradable y un mucho difícil. Por eso viene lo segundo de San Agustín: PEDIR lo que no podemos. »Más importante que todo lo anterior, en la tarea de mantenerse limpios entre tanta inmundicia, es esto de acu– dir a la oración y frecuencia de sacramentos. La guarda de la castidad es una empresa sobrehumana, y así, única– mente con sobrehumana fortaleza puede llevarse adelante: tal fortaleza sólo puede venirnos de Dios, y Dios la conce– de tan sólo a las almas que se acercan frecuentemente a El por la oración y los sacramentos. Bien podemos, por consiguiente, establecer esta equivalencia: cristianos flo– jos en la piedad = cristianos-desastre en la castidad. »San Pablo sabía muy bien lo que son las flaquezas de la carne cuando en su Epístola a los Romanos hablaba de la «ley» que sentía en sus miembros rebelándose contra la otra «ley» de su mente o espíritu... «¡ Infeliz de mí - exclama el santo apóstol, poniéndose en lugar de todo hom– bre caído y haciéndose voz de su perenne angustia -, in– feliz de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?» »La respuesta dada a tan dramática pregunta es plena– mente luminosa: «La gracia de Dios, por Jesucristo, Señor nuestro». Efectivamente, no hay otra solución para el pro– blema de la castidad, que en el fondo no es otro que el gran problema de la espiritualización del hombre. Sólo Je– sucristo puede elevarnos sobre la carne, con todas sus obras y apetencias. El vino a la tierra para lograr la trans– formación moral de la especie humana; vino a hacer que los hombres animales se fueran convirtiendo en hombres ángeles; vino a conseguir que quienes habíamos nacido de la carne y de la sangre, y éramos hijos de pecado, renacié– ramos del Espíritu y fuéramos hechos hijos de Dios. Trans– formación tan prodigiosa, sólo una fuerza divina - la GRACIA - puede llevarla a feliz término. De aquí la nece- 568
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