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bién se puede pasear y hablar como buenos amigos o como simples compañeros de trabajo. Sí, muy posible todo lo que ella decía. Pero daba la casualidad de que no eran sólo «dos» los días en que se les podía ver juntos, y parecían entenderse demasiado bien para tratarse únicamente de compañerismo laboral. María de la Gracia se ruborizaba tremendamente cuan– do su madrina hacía alguna referencia a «aquello». Y no digamos nada cuando era el P. Fidel quien le tiraba algu– na indirecta, o no tan indirecta... - «¡Qué malo es us– ted!» - exclamaba a veces ella, poniéndose de muy su– bido color. La verdad era que entre las bromas del P. Fidel se es– condía cierto dolor, muy contenido, porque su María de la Gracia hubiese derivado hacia el noviazgo. El hubiera pre– ferido algo distinto para aquella joven tan llena de cuali– dades, y a quien quería tan de verdad, con singular afec– to. Pero, hombre comprensivo y equilibrado, no quiso ce– rrarse en una clara hostilidad contra aquellas «relaciones», cuyo verdadero carácter de día en día aparecía a todos más inconfundible. Como San Pablo para sus buenos cris– tianos de Corinto, él hubiese querido la «mejor parte», la de una plena consagración a Dios, para su María de la Gracia; pero comprendía que no era cosa precisamente su– ya el imponer un determinado rumbo en la vida a aquellas almas jóvenes que de algún modo se le habían confiado. Sólo Dios y ellas tenían la última palabra. Aún había más. De optar al fin por el matrimonio, María de la Gracia no debía contentarse con un pretendien– te cualquiera; el P. Fidel creía que ella estaba en condicio– nes de exigir mucho : un muchacho casi perfecto en todos los órdenes. Y de aquel «amigo» o compañero de oficina no sabía que tuviera particulares virtudes... Por eso, en las entrevistas con María de la Gracia, se le escapaban al– guna vez ciertas expresiones que parecían rebajar al mu– chacho o daban a entender que no le tenía en mucha esti– ma. Eran puntadas contra los sentimientos de la joven. Hasta que un día... Un día, la pobre María de la Gra– cia, que no era muy fácil para el llanto, rompió sencilla– mente a llorar ante una observación del Padre. Quedó éste desconcertado por completo en presencia de aquellas lágrimas, que estaba muy lejos de esperar; y 556
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