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formases de repente los ojos deseados que llevo en mis entraíias dibujados!»; lo normal es que hayamos de expresarnos como San Anselmo en su abadía normanda de Bec, cuan– do escribía el capítulo primero de su «Proslogion»: «Cier– tamente, Señor, habitas en una luz inaccesible... ¿Cómo podré llegarme a ella?... Nunca te he visto, Señor Dios mío; no conozco tu cara. ¿Qué podrá hacer este tu siervo, an– sioso de tu amor y sin embargo lanzado tan lejos de tu rostro?» »Sí, amigo mío; hay días - y no son pocos en núme– ro - en que la increada belleza de Dios se esfuma tanto en el misterio, en la zona tenebrosa de la pura fe, que pa– rece una tontería renunciar por ella - ¡ una quimera casi! - a la posesión de hermosuras bien reales y asequibles. Francisco Campo escuchaba sorprendido. Aún no es– taba en condiciones de comprender en toda su hondura las palabras del Padre Fidel; pero aquella voz le parecía ya el mejor eco de sus experiencias y adivinaciones más íntimas. »Mira, Paco - continuó el Padre - : en el mundo, todos, desde los hombres del camión que pasa ahora ha– ciendo tanto estrépito por la carretera, hasta esa pareja de grajos que vuela por encima de nosotros dirigiéndose probablemente a las torres de la catedral, todos viven pa– ra sí, buscan sus cosas. El religioso-sacerdote es el ser que debe olvidarse cada día de sí mismo: de su persona, de su comodidad, de sus gustos... Cuando tú lo seas, no habrás de buscar nada ni a nadie para ti; en cambio, tendrás que vivir para todos. »Amarás, por ejemplo, a los niños, te desvivirás por ellos..., sabiendo ya por anticipado que cuando sean ma– yores, se irán olvidando de ti, rehuyéndote quizá, porque otras cosas y personas empiezan a llenar su vida. Te es– forzarás generosamente por conservar virtuosas, amables puras a las jóvenes... ¿para qué? Para que cuando les el «tempus amandi», que dice el Eclesiastés, sean... ¡ otro! : unas pocas veces, de Dios (y esto es lo que más consuela): la mayoría, de un hombre, que a lo mejor va– le mucho menos que tú. 544

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