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aquello que escribió Víctor Rugo en Los trabajadores del mar (I parte, lib. III, I), con su desbordamiento típica– mente romántico: « Un pájaro que tiene la forma de una niña, ¡ qué cosa más exquisita! ¡Ser encantador! Nos darían ganas de decirle: Buenos días, señorita jilguero. No se le ven las alas, pero se oye su gorjeo: de cuando en cuan– do canta. Por la charla es inferior al hombre; por el canto es superior. Hay misterio en ese canto: una virgen es una cubierta de ángel. »Viendo a la niña, a la joven, no podemos abstener– nos de pensar: ¡ Cuán amable es no marchándose de un vuelo ! Este dulce ser familiar tiene sus goces en la casa, de rama en rama, es decir, de cuarto en cuarto: entra, sale, se acerca, se aleja, alisa sus plumas - peina sus ca– bellos -, hace toda suerte de ruidos delicados, murmura a nuestros oídos no sabemos qué música inefable... »Hablamos con ella; la charla es el descanso del ha– bla. Este ser tiene en sí algo de cielo. Es un pensamiento azul, que se mezcla con nuestro pensamiento oscuro. Le agradecemos que sea tan ligera, tan fugaz, tan poco sus– ceptible de dejarse coger, y que al mismo tiempo tenga la bondad de no ser invisible, cuando parece que podría, ,i quisiera, volverse impalpable. »Aquí abajo lo bello es necesario. Hay en la tierra pocas funciones más importantes que ésta: ser encanta– dor. El bosque se entregaría a la desesperación sin el colibrí... Motivar alegría, despedir rayos de felicidad, te– ner entre las cosas sombrías una irradiación de luz, ser la armonía, la gracia, la gentileza..., es hacemos un gran servicio. »Ciertas jóvenes poseen el arte de ser para todo lo que las rodea un encantamiento; algunas veces ellas mis– mas no lo saben, lo que resulta aún más estupendo. Su presencia nos alumbra... ; pasa, y nos alegra; se detiene, y nos hace felices ; es como la aurora que ha tomado forma humana. No hace más que eso, y basta; torna en un paraíso el hogar: distribuye la dicha entre todos, sin darse otra molestia que respirar a su lado. Tener una sonrisa que, sin saber cómo, amengua el peso de la enor– me cadena arrastrada en común por todos los mortales... ¿qué queréis que os diga?, ¡eso es divino!» El comedor del piso habitado por María de la Gra- 52

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