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- ¡ Hola, amigo! ¿Qué hay? - Malas noticias, Padre. No sé si usted y yo no ire- mos a dar con nuestros huesos en la cárcel; usted por ser responsable del artículo, como director, y yo por habér– selo dejado publicar. De todos modos, me parece que el cargo ya me lo he jugado, pues el Gobernador Civil ha desahogado todas sus iras contra mí. - ¡ Vaya, hombre! Lo siento. Cuéntame, cuéntame... Y José María empezó a contarle una porción de cosas, que presentaban muy mal cariz. Al final, el P. Fidel hubo de animar al muchacho, que acababa de casarse y temía fundadamente que al decretar su cese como Delegado quedaría de pronto en la calle, sin oficio ni beneficio en que apoyar económicamente su inci– piente hogar, precisamente ahora que se anunciaba ya la próxima llegada del primer hijo. A mediodía del martes, nueva conferencia telefónica. Las cosas se ponían peor. Una comisión, en la que además del Coronel don Jenaro figuraba el Comandante Militar de la Plaza, el Presidente de la Audiencia, el Jefe de la Base Aérea, el Presidente del Colegio de Abogados, el industrial chocolatero X., el almacenista de ultramarinos Z., y otros cuantos señores gordos e influyentes, se había presentado al Gobernador Civil, exigiendo la supresión de «Avanzadi– lla» y el castigo de los autores del artículo infame. Y el Gobernador - joven y soltero, bastante buena persona, pero algo flojo y enemigo de meterse en líos - estaba ya doblegado a sus exigencias... Probablemente, aquella mis– ma tarde firmaría la orden de supresión del periódico, para que la publicase la Prensa diaria local antes de las jorna– das solemnes de la Semana Santa: así, los de «La Buena Sociedad» pasarían más a gusto tales fiestas. Ni aun con estas amenazadoras informaciones llegó a turbarse en serio el P. Fidel de Peñacorada. Pensó: Yo, desde aquí, nada puedo hacer por arreglar las cosas; de– jémoslas, pues, en las manos de Dios; lo que ahora de verdad me incumbe es atender lo mejor que pueda a la celebración de esta Semana Santa que he venido a predi– car. Llegó la mañana del Miércoles Santo. A la hora del desayuno, el Cura empezó a hojear el periódico que le acababan de traer, «Proa», leyendo en alto los títulos gran- 528
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