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pales. Sólo advirtió que las flores eran sencillamente her– mosas, y que parecían querer decirle algo... ; que los muy altos árboles, de ramaje copioso sobre su cabeza, tenían en sus hojas, aún a medio formar, un verde sorprenden– temente tierno y puro... ; que de rama en rama se revol– vía una multitud de pajarillos que no podían contener su exultante dicha, y trataban de ofrecerla a todos con notas y ruidos. María de la Gracia se paró inconscientemente a mi– rar, y a oir, embelesada... Se encontraba endichecida con todo aquello... Pero no hubiese podido explicar lo que le ocurría. Ni hubiera sido tampoco capaz de ponerse a pensar, en aquellos instantes maravillosos: sólo contem– plaba, oía, y sentía... gozosamente. Aunque era buena terciaria franciscana, el espíritu del seráfico amador de todas las criaturas no alentaba todavía en ella con la fuerza necesaria para hacerla prorrumpir espontáneamen– te en fervorosas alabanzas al Creador de todo aquello; el Santo de Asís no encontró esta vez en el corazón de su pequeña hija una versión nueva para su «Cántico del her– mano Sol». Varias campanadas secas y potentes causaron de pron– to a María de la Gracia una poco grata sacudida. Era el gran reloj del Hospicio, o Residencia Provincial, que allí desde lo alto, a pocos metros de distancia de ella, estaba dando, bien insensible a todos los encantos del día, las nueve de la mañana. - ¡Dios mío! ¡Las nueve ya! Cuando llegue, me va a matar mi madrina. - Y la joven, aturdida y excitada, esbozó como una carrerita en dirección a su casa... Pero al cabo de unos segundos, ni ella misma hubiera sabido decir si aquella carrerita había sido por llegar antes, o por desahogar en forma muy decorosamente disimulada las verdaderas ganas de saltar que le habían entrado con– templando la alocada alegría de los pájaros en el pequeño parque-jardín de San Francisco. Ya subía de dos en dos las escaleras de la casa, cuan– do oyó el abrir y cerrar de la puerta de su piso. «Será la madrina» pensó; pero se encontró de pronto con la muchacha, que salía a unos recados y compras... ¡ Hola, sor Simplicia ! - la saludó alegremente Ma– ría de la Gracia. Había puesto a la chica aquel nombre 50

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