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III A la mañana siguiente, María de la Gracia volvía· muy contenta de oír misa en la iglesia de San Francisco. Aquel día, como casi todos los días desde que empezara a tra– tar con el P. Fidel, había vencido con no pequeño es– fuerzo a su gran enemigo de la madrugada: la pereza pa– ra levantarse, y pudo llegar casi a tiempo de oír entera la misa de ocho. En ella comulgó... Y volvía ahora muy contenta para su casa. No era su contento sólo la natural consecuencia de tener habitualmente el alma serena y limpia, y de lle– varla además ahora como divinamente perfumada por la reciente visita eucarística de Jesús. Había en su ser, junto a todo eso, que era ciertamente lo más valioso, alguna otra cosa, exultante y extraña, que la hacía sentir lo que ella no sabría explicar... ; algo que le producía ga– nas de entonar cualquier canción, que la hacía mirar a las cosas y a las personas con admirada o generosa ter– nura, que la obligaba a encontrar muy hermosa la vida; y el mundo..., no tan malo como frecuentemente oía de– cir... ¿ Sería que la canción de la externa primavera, tan penetrante en aquella mañana esplendorosa, armonizaba de lleno con el íntimo cantar de su propia juventud? Pasaba por delante de los jardines municipales de San Francisco. El sol, que hacía ya buen rato se había levan– tado por encima de los alcores de Puente Castro, la daba de espalda, haciendo más rubia su blonda cabellera bajo los encajes finos de la mantilla. La mano izquierda, en el bolsillo de su ligero abrigo de entretiempo; en la derecha, un bien encuadernado misal, y un rosario, no de los más lujosos, pero sí de los buenos... ; toda ella, pura ex– presión de vitalidad serena y virginal, y sin orgullo... ; al pasar bordeando el jardín, María de la Gracia parecía el símbolo de la mejor juventud: bien dotada por la Naturaleza, íntimamente mejorada por la Gracia. Su be– llo nombre tenía en aquellos momentos el sentido de una rigurosa definición. Con sus ojos aún plenamente inocentes miró risueña al jardín..., y no supo percatarse, como otras veces, del regular descuido en que le tenían los servicios munici- 4. - Témporas ... 49
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