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el viajecito; por otra, temía que fuese un último esfuerzo del demonio para dar al traste con mi vocación. Se lo dije a mi confesor de aquí, y él me aconsejó que no fuera... En– contré durísimo seguir su consejo. Mas ahora, ya veo muy claramente que le sobraba razón. »Esta mañana, primer viernes, al comulgar le he di– cho a mi Virgencita (que siempre me acompaña en mis encuentros con Jesús): «Madrecita, toma este viaje tan estupendo, con todas las ilusiones que yo tenía puestas en él, y ofréceselo a Jesús: dile que renuncio a él por su amor, sólo por su amor, y para reparar en cierta manera los muchos pecados que se cometen por ahí...» »Le aseguro que me costó lágrimas. Y que he sufrido mucho... Pero ¿no le he pedido a Jesús que me cueste to. do mucho, para tener algo que ofrecerle? Yo no quiero decir «basta». Además, estoy muy contenta, porque me pa– reció que al hacer el sacrificio, Jesús y María me miraron, y se sonrieron..., y esto da fuerzas para todo. ,,¿No sabe? Después de mucho pensarlo, me he deci– dido por los Franciscanas Misioneras de María. Me encan– tan (y algo me alegra también pensar que así seremos her– manos de hábito). Iré al noviciado en el mes de la Virgen. »Les escribió mi confesor, diciéndoles que yo tenía pasión por los leprosos... No es que yo tenga tal pasión; los leprosos en sí me hacen poca gracia, pero creo que el cuidarlos me ayudará a santificarme, y esto es lo que hay que buscar. ¿Sabe qué es lo que pido todos los días en la comunión? Ser Virgen, Misionera y Mártir. Pídalo usted también, y que Jesús me dé fuerzas para ello. »Bueno, Padre: adiós. »Ya sabe cómo le quiero en el Señor, y cuánto pido para que sea santo. Rosa María». Febrero se iba acabando; y con él, lo más crudo del invierno. Hacía tan sólo dos años que el P. Fidel, contemplando las estrellas de una clara y fría noche de febrero, había tenido como unos hermosos delirios de apostolado juve– nil... En este febrero de ahora, a los veinticuatro meses justos, podía mirar de nuevo a las estrellas en la alta no- 499