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mente), es lo que constituye el desorden o pecado, que Dios tanto aborrece. ¡ No somos nosotros para el placer, sino el placer, en nosotros, para facilitar la consecución de ciertos necesarios objetivos! "El fondo simple y desnudo de ese tan desorbitado «problema sexual" lo tenemos aquí: cómo gobernar debi– darnente nuestro instinto sexual, ordenándolo a su verdadero fin, y sometiéndolo a la disciplina querida por Dios. El instinto no es malo en sí mismo, como no son malos en sí mismos los apetitos de comer, beber, etc.; lo malo está en no ponerle brida, o en soltarle las riendas, con lo que se al desenfreno..., y tal vez se termina por señalar como fin de la misma vida, algo que sólo tiene razón de medio para transmitirla a otros. »No olvidéis, pues, queridos amigos, esta verdad funda– mental: las relaciones sexuales no se han hecho para el placer, sino que el placer se ha puesto en tales relaciones para que no se descuiden unos actos de los que pende el que siga habiendo en la tierra seres racionales que conoz– can y alaben a Dios. ¡ Cuidado con el desorden en nuestro pequeño mundo personal! - si hay tanto desorden en el mundo grande exterior es porque abundan, superabundan, los hombres interiormente desordenados -. ¡Que no es lo mismo, por ejemplo, comer para vivir, que vivir para co– mer!... ¡Orden y disciplina en todo! Así como Dios quiere sometido el «gusto» propio de unas operaciones humanas a la reglas de la santa «TEMPLANZA", así quiere también, y lo tiene mandado. que el placer propio de otras se so– meta a la disciplina de la «CASTIDAD,,, o a las leyes del «1VIATRIMONIO». »Bien sabemos todos que no es fácil, ni mucho me– nos, el ordenar bajo el imperio del espíritu este confuso y pujante mundo animal que hay en el hombre. Pero tenemos que decididamente a ello : es nuestra gran em- moral, es cuestión de vida o muerte. El desorden de impureza estropea nuestro pobre vivir actual y compro– mete muy en serio nuestra esperada vida futura. «Bajo las piedras recalentadas Iza hablado la serpiente, su sordo canto nie hiela el corazón: a su voz asoman los ojos de la muerte, como a las grandes cumbres las nieves blancas». 489

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