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yo tenía una hermosa cabellera rubia; otra, al despedirse, preguntaba admirada quién era aquella jovencita tan lin– da... Estas alabanzas, tanto más halagadoras cuanto que no las decían en mi presencia, me causaban una impre– sión tan placentera, que puedo darme muy bien cuenta de lo grande que era mi amor propio» ( «Historia de un alma», cap. IV). ¿Qué extraño es que con esos tempra– nos éxitos de la adolescencia se fantaseen triunfos cada vez mayores para la vida futura? »Ni aun el tropezar con algún pequeño desengaño sir– ve para curar al alma de su sarampión de ilusiones. La cura vendrá posteriormente, a fuerza de experiencias decepcionantes y dolorosas. Pero muchas veces la cura no es tal, sino un terrible desastre psíquico, un terrible quedar talado el espíritu de todo brote de esperanza e im– pulso generoso. En muchas almas resulta demasiado de– vastadora la verificación de aquellos versos que escribió cierto poeta: «El camino de la vida sembrado está de ilusiones: flores que el sol seca un día, y el viento arrastra una noche». Las treinta y tantas cabezas de jóvenes cabellos tocados de fragancia - cabezas morenas, castañas y rubias -, vueltas hacia el P. Fidel y alineadas a lo largo de las pa– redes, respondían con muy visible atención a todo lo que él iba diciendo. Y además de su atención, todas, de se– guro, daban su plena conformidad al discurso del Padre, pues no era fácil encontrar réplica para aquellas pala– bras. ¿Todas plenamente conformes? Allí había una, por lo menos, que no tenía costumbre de entregar su asentimien– to con fácil docilidad. En la serena y graciosa cabeza de María de la Gracia ya se iban movilizando ciertos reparos que podían oponerse al impecable discurso del Padre... Aquella chica no era de las que se conforman en seguida con todo; no estaba hecha de la « buena pasta», de quie– nes, como el famoso Vicente, acostumbran ir «a donde va la gente». A pesar de su externo aire infantil, y casi tí- 46

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