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La tarde del sábado de Pasión era también una gran tarde de confesiones en la iglesia de San Francisco. Hasta de los pueblos próximos a León venían no pocos «añinos» - los de una sola confesión al año -, para arreglar sus cuentas en el confesonario, más o menos bien, y poder cumplir con Pascua a la mañana siguiente. Venían, sobre todo, de los pueblos de La Sobarriba, pues éstos tenían mayor trato y confianza con los «frailes» por dos razones: porque siempre era de allí de donde venía algún paisano a arar con su pareja la huerta del convento cuando hacía fal– ta, y porque de Corbillos de la Sobarriba tenían que ser, se– gún muy respetable tradición, los fuertes mozos que fueran «pujando» por la pesada imagen de Jesús Nazareno en la gran procesión del «Dainos» que todos los años salía de aquella iglesia de San Francisco al atardecer de la «Domínica in Palmis». En la iglesia reinaba un intenso, aunque apagado bu– llir... Camareras de los diversos altares limpiaban, y arre– glaban, y se movían de un lado para otro. Las de la Orden Tercera, reforzadas por algunas ayudantes, ponían a la imagen de Jesús Nazareno sus mejores galas viole– ta y oro, y adornaban sus grandes andas con luces y flo– res... Había, además, un continuo entrar y salir de fie– les; y los confesonarios estaban asediados. El P. Fidel de Peñacorada, que aún no tenía confeso– nario propio, estaba también confesando aquella tarde, utilizando uno cuyo titular había salido de predicación. La tarea, al cabo de algún rato, resultaba bastante pesa– da, no obstante la gran variedad de penitentes: desde los «añinos», a quienes de ordinario había que ir sacándoselo trabajosamente todo, hasta las muy piadosas del «hace ocho días que no me he confesado»... En el curso de aquella tarea pesada, y desprovista casi siempre de interés (entendido al modo humano), saltó de pronto algo que hizo vibrar de atención al alma del P. Fidel. Fue al abrir una vez la ventanilla de la derecha, para confesar a la mujer de turno. La voz que escuchó entonces parecía de una muchacha jovencita. El no podía ver el rostro de la que hablaba, porque las rejillas de los confesonarios capuchinos ponían muy eficaces obstáculos a la curiosidad; pero la voz se sentía bien, y era sumamente agradable: bien timbrada, 40

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