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brillantes de fiebre, pude leer un muy sentido agradeci– miento: nadie le había dicho nunca cosas corno las que yo le decía. ¡ Si las hubiera conocido antes! »Jesús la hizo una amorosa visita, la visita última del Viático; y entonces debió de comprender ella que hay, velando siempre por nosotros, pero casi siempre des– atendido, un Corazón adorable que nunca abandona..., que es el único que nunca abandona, aun cuando todos los demás se den por cansados o se retiren. Al comprender esta fundarnentalísirna verdad, tuvo que sentir ella una extraña mezcla de gozo y pena: gozo, por haber encon– trado al fin lo que su alma inconscientemente buscaba; pena, por haberlo encontrado demasiado tarde ya para rehacer su pobre vida... Había dado con El «a tiempo» para pasar la gran frontera en dulce seguridad, bajo la luz de un rayo de esperanza; pero «sin tiempo» para ha– cer algo por El. .. Nada me dijo, mas estoy seguro de que la pobrecilla hubo de sentir hondísirnn desconsuelo, vien-· do casi completamente perdida su breve existencia en el mundo, aquella su existencia que hubiera podido ser tan bella y tan valiosa, si hubiera sabido orientarla de veras hacia el Unico que tiene derecho a llevarse siempre lo mejor de nuestro ser. »¡ Pobre joven! Sus últimas horas fueron cristianas y muy dignas. Vio venir a la muerte, y la recibió sin una agitación..., con todas las señales de una predestinada... No me cabe duda de que su alma ya es enteramente feliz en las altas mansiones de la Verdad y del Amor. En cuan– to a sus despojos, podéis suponer que reposan humildes, y esperan la resurrección, a la sombra de una pobre cruz. Para su tumba no hubo lápida de mármol; quizá no haya habido ni flores que se inclinen sobre ella al agitar su tallo la brisa del atardecer. ¿Qué le importa al mundo todo eso? »El mundo seguirá rodando... ; la sociedad, paganiza– da, seguirá profanando y destrozando existencias y más existencias de incautos hijos de Dios..., sin tener quizá después un solo recuerdo para las pobres víctimas de sus mentiras. »Yo, cada vez que me acuerdo de aquella destrozada mujercita, pienso con tristeza: ¡ Cuán precioso a los ojos de Dios y bienhechor para los prójimos hubiera sido su 36

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