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sica operante de una nueva y más alta vida. Yo habré de tenerme por cumplidamente venturoso si mi palabra consigue arrancar del arpa de vuestro espíritu las prime– ras notas de un imperecedero cántico de amor». Cuando el P. Fidel hizo aquí una pequeña pausa, dos ojos grandes y luminosos se ocultaron tras el suave velo de unos párpados que se cerraban. Aquellos ojos habían estado mirando al P. Fidel de hito en hito, en extraño arrebatamiento, durante la última parte de su discurso. No le miraban a él precisamente, sino a las palabras que él decía... ¡tanta era la atención con que las iba absor– biendo el alma ardorosa y singular que a aquellos dos ojos se asomaba! No todos los ojos, ni todas las almas atendían así; pero en la atmósfera del amplio recibidor conventual se respiraba un extraño silencio, silencio de comunión muy íntima con lo que el Padre iba diciendo, un silencio de fervorosa aceptación por parte de todas. La rima bec– queriana y la aplicación consiguiente habían despertado en los corazones de aquellas muchachas ese confuso y apretado mundillo de las mejores emociones y afanes - reserva la más valiosa de nuestra naturaleza humana -, que sólo vibra ante la Belleza unida al Bien. Al P. Fidel no le pasaba del todo inadvertido el esta– do de ánimo de sus oyentes. Como en un desahogo ínti– mo dio gracias a Dios; y se dispuso a aprovechar la si– tuación, rematando lo ya dicho con el recuerdo de una experiencia para él inolvidable. - Yo quiero que vuestra vida no sea un fracaso ;· yo quiero que no resulte estéril la porción más atractiva de ella que es la juventud. Y tal fracaso y esterilidad son muy posibles: lo que ocurre a muchas almas os puede ocurrir a vosotras. »Difícilmente llegaré a olvidar una de las primeras, más vivas, y más penosas impresiones de mi ministerio sacerdotal. Fue en la hermosa ciudad de Vigo; y sólo hacía unos meses que había terminado yo la carrera. »En cierta modesta casa de los arrabales me encon– tré con una joven de corazón muy hermoso, ante las puer– tas de la eternidad, que ya se entreabrían para ella. Yo no la conocía de nada; fui, por simple mandato del P. Superior, a darle los últimos auxilios espirituales: ella 34

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