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Despidiéronse del Padre con sencillo afecto, sin acer– tar a manifestarle la confianza ciega que todas sentían en lo que él pensara y dispusiera. La calle las recibió; por el pavimento fue alargándose su pisar suave y firme de jóvenes moralmente limpias e ilusionadas; algún transeúnte las miró, extrañado de la animación que se desbordaba en su charlar... Empezaba a ser de noche. Las luces de las calles acababan de ser encendidas. Temperatura suave, bajo el cielo de marzo. Daba gusto pasear. También las jóvenes terciarias fueron a «dar una vuel– ta por Ordoño»... Al despedirse, todas se decían: «Hasta el jueves, ¡eh!» I II La tarde del último jueves de marzo, al salir de la Hora Santa eucarística que se acababa de celebrar en la espaciosa iglesia de San Francisco, casi todas las jóvenes que en ella habían estado formaban animados corrillos hacia la portería del convento. Se iban quitando de la cabeza la graciosa y leve mantilla, la extendían y dobla– ban cuidadosamente con sus dos manos, mientras entre los labios sostenían un gran alfiler rematado en perla más o menos valiosa, clavaban luego el alfiler en la mantilla doblada (todo esto, sin dejar de hablar, o reir...), y ter– minaban guardándose la doble prenda, sintiendo, de se– guro, una inconsciente satisfacción por la buena obra realizada. En todos los corrillos se advertía como un claro sen– tido de expectación. A todas había llegado la voz de que «el Padre encargado de la Orden Tercera (el P. Fidel no era oficialmente el Director de la misma; tal título se lo había reservado el Superior del convento) las convo– caba a todas a una reunión para tratar de ciertas cosas de interés». Nadie sabía a punto fijo qué cosas podrían ser aquéllas ; pero eso mismo hacía que en todas fuera más viva la natural curiosidad. A los pocos minutos empezó a correrse por los grupos 29

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