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con ningún precedente, al menos en su provincia de Cas– tilla; la propia juventud suya... ¡ Cuántas vueltas en su mente había dado el P. Fidel a todas estas realidades durante largas semanas! Sobre todo, desde aquella tarde de febrero en que María de la Gracia y sus compañeras le habían pedido que llevara a cabo lo que él más deseaba realizar. Y ahora, en esta mañana de marzo, en que sentía el espíritu remozado después de su zambullida en el cós– mico latir de la primavera, más decididamente que nun– ca hizo que sus pensamientos se concentraran en torno a aquel proyecto que, siendo para él tan querido, se pre– sentaba tan irrealizable... Al fin, creyó encontrar una sa– lida; y tan alborozado le puso este hallazgo, que se levan– tó de la mesa y empezó a silbar alegremente, aunque con mucha sordina, por no turbar el silencio que piden siem– pre los claustros conventuales. Fue de nuevo a la venta– na: parecía mirar con mucha atención... ; pero la aten– ción de su espíritu no seguía al vago mirar de sus ojos. El espíritu iba por otros caminos. Se le ocurrió mirar el reloj : había pasado bastante más tiempo de lo que él se imaginaba. Precipitadamente abandonó su celda, y se fue a la tribuna de la iglesia pa– ra prepararse a celebrar la santa misa. Poco tiempo le quedaba, pero trató de aprovecharlo lo mejor que supo. II Aquel mismo día, por la tarde, pasó aviso a María de la Gracia y compañeras, para que fuesen a verle el próxi– mo domingo. Y llegó el día señalado. El P. Fidel vibraba de impa– ciencia malamente contenida, aguardando la hora de la entrevista. Cuando por el silencioso jardín resonó el ta– ñido de la campana de señales dando «su toque», echó inmediatamente atrás la silla en que estaba sentado fren- 25

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