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huyen lo mejor que pueden de él, y buscan esconderse donde sea, con la secreta esperanza de que vuelvan días más venturosos. Pasan semanas y semanas, las más lentas del año... ; y un día cualquiera, en una fecha que los calendarios no supieron marcar con signos especiales, se deja sentir por las ámbitos todos del mundo familiar al hombre cierta consigna misteriosa que pone en conmoción a los yer– tos o dormidos. Una voz inexplicable y taumatúrgica (que se diría proceder de más arriba de las estrellas) ordena la resurrección... La voz, bien servida por las alas del viento, llena primero los anchurosos senos del espacio, se introduce luego con poderosa suavidad por los poros de la tierra, y va invitando a todos los seres a la fiesta ruti– lante de la vida. El Espíritu del Invierno tiene que reti– rarse entonces a sus dominios polares... , dejando libres a los hombres para que escuchen con gozo la canción de la nueva primavera. Canción poderosa y mansa : no– tas que difunden las margaritas pequeñas y sencillas - blancas flores de todos los campos verdes -; los pájaros del aire, amorosamente cuidados por el Padre Celestial; los árboles, antes yertos, y ahora armoniosos por el sua– ve rumor de empujar hacia las caricias del sol brotes de su floración nueva, gracia efímera destinada a morir tan presto... El P. Fi<lel se sentía dulcísimamente embriagado al aspirar los primeros efluvios de la primavera que se ve– nía. La ventana de su celda daba al amplio y cuadrado jar– dín interior del convento; desde ella podía observar per– fectamente cómo empezaban a abrirse ya las hileras de narcisos que marcaban los linderos de las pequeñas par– celas ; desde ella podía descubrir otros muchos deliciosos pormenores... ; pero de todos se retrajo su atención, por quedar como aturdido a causa del alborozo que demos– traban los pajarillos: el jardín entero resonaba de la es– truendosa algarabía con que los gorriones saludaban al sol. Alegre, y con ganas de cantar o alborotar como los pájaros, se retiró de la ventana, y se puso a hacer su po– bre cama. A nadie se le ocurriría ir por allí con el expre– so intento de observar si estaba bien o mal hecha, pero al P. Fidel no le gustaban las cosas hechas de cualquier mo- 23
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