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diendo los hombres sus días y sus años, está el Señor, Dios grande, Rey magnífico, a quien cantaban aquella no– che de febrero los religiosos capuchinos del convento de San Francisco, de León. ¡ Qué pequeños parecían entonces todos los afanes, las inquietudes, las convulsiones de las criaturas huma– nas! Siempre preocupadas, angustiadas, agotándose o des– esperándose, como si el destino del mundo pendiera ex– clusivamente de ellas, como si se encontrasen enteramen– te solas dentro del universo, sin nadie que extendiese so– bre sus cabezas el segurísimo amparo de un poder y un amor infinitos... ¡Miserables! Levantad vuestra frente, y escuchad lo que la fe orante os está cantando a diario por todos los ámbitos de la catolicidad: «En sus manos cstún los confines de la tierra, y es El quien inspecciona las altas cumbres de los montes... El mar es cosa suya; la tierra firme, por El fue establecida... El nos ha hecho; es nuestro Señor, y nosotros somos su pueblo y las ove– jas de su rebaüo)). Desde la altura de aquella medianoche de febrero po– día gritarse a todos los pobres hombres, a todos los en– clenques cristianillos: «Si despertara vuestro espíritu a un vivir de auténtica FE, ni vuestras noches serían tan oscuramente miserables, ni vuestros días tan agitados, porque la serena fortaleza del ánimo no os faltaría ni ante las sorpresas más jubilosas, ni ante los más agobian– tes dolores». En triadas de salmos, lecturas y responsorios iba avan– zando el rezo de los Maitines. El P. Fidel de Peñacorada tenía que luchar denodadamente para que el sueño no em– botase la atención de su espíritu; era como un sopor que gravitara sobre su mente, y a veces parecía posarse de lleno sobre sus párpados... Casi de golpe, hacía el comienzo de Laudes, se desva– neció aquella nube de pesadez, y dio lugar a una lucidez maravillosa. Ya otras veces le había ocurrido cosa seme– jante. Era como si de pronto barrieran del espíritu todo lo que pudiese obstaculizar su mirada. Empezaban a ocu– rrírsele ideas luminosas, pensamientos perfectos, un tro– pel de cosas que, tanto en el orden de sus estudios como en la línea de la práctica, resultaban sorprendentes por su 18

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