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e rnquietante jolgorio de la segunda República Española, y el juvenil Salón de S. Francisco, frente a los jardines municipales del mismo nombre, se apresuró a cerrar fir– memente sus puertas en sencilla actitud defensiva. Un muchacho inteligente y gallardo supo definir aque– lla hora de convulsiones político-sociales corno La hora de los enanos; enanos, los viejos políticos de la fracasada Mo– narquía borbónica; y enanos, los biliosos politiquillos que traían, con el ruido de lma gran cencerrada (aunque que– riendo hacer de ella algo juvenilmente prometedor), a la más decrépita República. «Aquí están - decía en su artículo el muchacho los murmuradores, los envenenados de achicoria y nico– tina, los snobs, los cobardes, los diligentes en acercarse siempre al sol que más calienta (algunos, ¡ quién lo dije– ra!, aristócratas descendientes de aquellos cuyos espina– zos antes se quebraban que se torcían...) »Aquí están todos: abigarrados, mezquinos, chillones, engolados en su mísera pequeñez. Todos hablan a un tiempo... Pasarán los años, y toda esta mezquina gente– cilla - abogadetes, politiquillos, escritorzuelos, mequetre– fes - se perderá arrastrada por las aguas". El muchacho inteligente y gallardo que escribía así, tenía un nombre sonoro: José Antonio Primo de Rivera. Pero tan hermoso nombre decía apenas algo a los espa– ñoles de aquellos turbios días de 1931: quizá les hiciera pensar que se trataba seguramente de un hijo del Dic– tador... La «hora de los enanos» se fue convirtiendo en los días de las «quemas», las semanas de las huelgas político– revolucionarias, los meses de la inseguridad y el desor– den, los ai'ios de la más vergonzosa y vergonzante descom– posición española. Cuando al mes de la República se inauguraron con amplio programa «los días de las quemas», las puertas del Salón de S. Francisco supieron también del rencor antirreligioso que animaba a quienes habían salido de sus covachas con las notas del himno de Riego. En el silen– cio de una noche de mayo, cuatro desgra~iados de alma oscura se entretuvieron en dar fuego a aquellas puertas que «no habían hecho mal a nadie»; y todo, con la liberal, democrática y republicana intención de que ardie- 8
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