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26 P. PÍO DE MONDREGA!'.ES CONCLUSIÓN. Cuando en 1866 se descubrió en el Transvaal un gran filór, de oro el auri sacra f ames devoró los avaros de tan precioso metal, y de todas partes con– currían, exponiéndose a grandes sacrificios. Con motivos mucho más dignos y elevados, cuando nuestros jóV'enes, en su educación misionera, descubran cosas más preciosas e importantes que el oro, los millones de hombres espar– cidos por la superficie de la tierra que viven en las obscuridad'i::s del paga– nismo o en los errores de la herejía o del cisma sentirán en sus I pechos juve– niles hambr•e y sed de evangelización, fiebre devoradora por la salvación del mundo. Con la virtud y el sacrificio, con la doctrina y la ciencia misionera se: prepararán para cooperar con todas sus fuerzas a la causa misional o quizá para cruzar los mares, penetrar en las selvas, atravesar los desiertos para plantar la cruz de Cristo Redentor 'en las extremidades de la tierra. Almas pletóricas de espíritu apostólico, inteligencias abiertas por la educación a la luz de la ci'encia más 1 sublime de la salvación del mundo se lanzarán en busca de almas r•edimidas con la sangre de Cristo, ya se encuentren en las heladas regiones de Alaska, ya en el abrasado de:,ierto del Sahara. El Papa misionero Pío XI, el día 4 de junio de 1922, en la homilía sobre la Propagación de la Fe, decía: "¡ Cuántas son las que aún s•e pierden, cuán– tas por las cuales en vano se derramó la sangre del Redentor! Son masas profundas de pueblos, tan profundas como el continente negro, como las in– mensas r'egiones de la India y de la China; son esas masas que esperan aún la palabra de la salud. Los misioneros de Propaganda, s,115 guías, los obispos, sus coadjutores, los catequistas, los religiosos, las vírgenes misioneras consa– gradas a Dios, toda la milicia santa está allí delante de esas multitudes; pero el número d'e los operarios es insuficiente y faltan los medios para la obra. ¡Pensad! Ellos estún seguros de la victoria, dispuestos a dar sus vidas; pero les faltan las armas, las municiones" (18). Consideremos el ejército misio– nero de la Iglesia católica ntendido desde Oriente a Occidente, desde el Septentrión al Mediodía, por todos los ángulos de la tierra, sin distinción de razas, de colores, de civilización o de barbarie, que nos lanzan el grito que h'ería vivamente el alma apostólica de San Pablo: "\/ir !Vfocedo quidam erat stans, et deprecans eum, et dicens: Trnnsiens in Macedoniam, adiuva nos (19 J. ¿ Y cómo puede un sacerdote---dice Pío XI-meditar el Evangelio, oír el la– mento del Bu'en Pastor que dice: Tengo otras ouejus qu<' no esliín en·. el redil, y e., necesario que las conduzca a él (20), y tender la vista por los campos, y ver ya las mieses blancas y a punto de segarse (21) y no sentir errcenderse •en su cora::ón el deseo de conducir tales almas al corazón del Buen Pastor, y no ofrecerse al Dueño de la mies como operario infatigable? ¿Cómo puede ver el sacerdote esas pobres multitudes, no sólo en las lejanas r'egiones de las (IS) ('f. Act. Av. Sed., 1022, tomo XIV, vúg. :344. (]J)) Act., XVI, D. (20) loA.:-.N., X, 16. (21), foANN., IV, 35.
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