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algo contra el Evangelio o la verdad de la Iglesia. ¡Tal era su deseo de fidelidad al mensaje! Mensaje que, en modo alguno, podemos creer que estaba desencarnado o no tenía en cuenta la situación cultural, social y económica de su sociedad. ¡Todo lo contrario! Denunció la injusticia desde el púlpito sin la menor consideración o respeto a las dignidades aludidas o a las consecuencias personales que le pudieran reportar. Esas consecuencias las hubo, pero nada le importaron, porque, como no tenía nada, nada tenía que perder. ¿La fama? No hacía falta que nadie se la empañara: él mismo se encargaba de autopisotearla. Tal era su indiscutible liderazgo religioso, estrictamente religioso, pero no por eso evasivo, que hasta cinco veces les predicó a los protestantes de Cádiz con gran aceptación por parte de éstos. Fueron 32 años de actividad muy intensa, en condicio– nes, la mayoría de las veces, de extrema indigencia. Cumplió a la perfección el consejo de nuestro Padre San Francisco en la Regla "cuando los frailes van por el mundo, no litiguen, ni contiendan con palabras, ni juzguen a los otros; mas sean benig– nos, pacíficos y modestos, mansos y humildes, honestamente hablando a todos, como conviene" (Cap. III), y en muchísimas ocasiones fue un instrumento de paz entre las gentes y los ayuntamientos, entre éstos y las autoridades eclesiásticas. Cumplió también perfectamente todo el Capítulo IX de la Regla en lo que se refiere a que 'sean examinadas y castas sus pal.abras, a utilidad y edificación del pueblo, anunciándoles los vicios y virtudes, la pena y la gloria': Tan sólo no lo pudo 21
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