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era lo primero -vocación-, y el ser misionero su -misión-. No es corrccro intentar entrar en un orden de prioridades e importancia, pero no cabe la menor duda que su misión estu– vo muy determinada y le confirió un cierto carácter el ser capuchino y ¡qué capuchino! Su misión tuvo tan gran acepta– ción y se hizo más creíble precisamente por el testimonio de su vida: la libertad de todo y ante todos, su espíritu de sacrifi– cio, su amor a Dios y a la Iglesia, su auténtica preocupación por la salvación de los hombres, ante la que no rehusaba molestia o incomodidad alguna, convencían de la verdad de su palabra, que no era otra que la de Dios. El ser capuchino dio el sello de autenticidad a su predicación. El fray ejemplo de nuestro Padre San Francisco preparó siempre el camino de su predicación. Ser misionero fue el sueño de su infancia y la gran realidad de su vida. Por los tres aspectos -capuchino, misionero y santo- fue conocido y reconocido. Pero su punto más impresionante, al menos para las gentes y la Iglesia de su tiempo, fue el ser misionero. Se comprende que fue lo que ellos más de cerca experimentaron. En él estaba la inclinación a este ministerio. Algunos her– manos de la Orden reconocieron y animaron desde un prin– cipio esta inclinación -P. Fr. Miguel de Benaocaz, P Fr. Francisco José de Cádiz-. Pero hay que reconocer que Dios se valió del P. González para convencerle, empujarle y sostenerle en esta difícil, agotadora y excelente labor. Recoge el P. Fr. Serafín de Ardales y cita el P. Ambrosio de Valencina, en la Introducción al Director Perfecto y el Dirigido Santo, el tes– timonio del P. González sobre la primera vez que oyó predi- 17

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