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diríamos nosotros hoy - : en lo que no tuviera nada que ver con la fe y su vivencia. Es más, todos sabemos que se le acusó y se le acusa, aún hoy, de oponerse frontal y abiertamente a las nuevas ideas que venían de Francia. El motivo de su ani– madversión no era otro que el que fuesen anticlericales, con todo lo que ello significa. Al comienzo de su vida apostólica, su director espiritual, el P. Francisco Javier González, ya le anticipa: ''su edad, sus prendas, su crédito: y fama y ser de porte religioso, ya lo han hecho el rnonstruo de su siglo" (5). Para la Iglesia española de aquel momento fue un enviado de Dios, al que calificaron con casi todos los apelativos del Antiguo y del Nuevo Testamento. Destacan su ciencia admi– rable, su oratoria irresistible, su humildad y humanidad, sus penitencias corporales, sus infatigables trabajos escribiendo, predicando, visitando, su interés por las personas y los pro– blemas sociales, su caridad, sus virtudes todas en grado heroi– co... Pero donde, sin lugar a duda, todos se descubren es ante el tema de la predicación. Llenó iglesias, plazas, catedrales... ¡y convirtió! Habló de Dios a un mundo que por pobre o por rico, por culto o por ignorante comenzaba a alejarse de Dios y de la Iglesia. El fenómeno P. Cádiz dejó por mucho tiempo un grato e impresionante recuerdo del que todavía, a pesar del tiempo y de los cambios culturales y sociales, se encuentran vestigios (5) P. Ambrosio de Valencina, El Director Perfecto y el Dirigido Santo. Correspondencia epistolar del Beato Diego José de Cidiz con el V. P. Francisco Javier González, 3ª edición, 1908, 72. 6

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