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A GUISA DE PRÓLOGO E N pleno mar, viajando hacia la China como misionero, vino a mis manos una publicación extranjera, en la cual se insertaba un hermoso artículo intitulado Misión religiosa y científica del misionero católico. En estos momentos no recuerdo ni el nombre de la revista ni el del autor del artículo; pero sí que me entusiasmó en gran manera, y que me hizo concebir buenos propósitos, en cuanto fuesen compatibles con mi poquedad intelectual. (1) El principal deber del misionero católico, decía poco más o menos el articulista, es propagar el Santo Evangelio, catequizar a los pobrecitos infieles, sumidos en las tinieblas de la idolatría, y poner las verdades necesarias para la salvación eterna al alcance del mayor número posible de almas. Esta es su santa y divina misión; este el fin primordial de su vida de perenne sacrificio. Para eso ha abandonado su patria, su familia y sus más caras afecciones, y condenádose voluntariamente, en aras del amor de Dios, a un trabajo ignorado y penoso. Por esto, despre– ciando cuanto de halagüeño y seductor ofrece el mundo a su juvenil edad, se presenta impertérrito ante las enfermedades, las decepciones, la barbarie, la traición, el abandono y la muerte. Toda su vida, el misio– nero católico deberá tener presente los caracteres de su vocación, para conservar cuidadosamente el fuego santo del entusiasmo que Dios en– ciende en su corazón generoso. La misión que la Providencia confía al misionero católico es la más admirable, más hermosa y sublime que puede darse. Esto lo admitirá fácilmente quien tenga su mente iluminada con los esplendores de la fe católica; y aun los que no la tengan, pero que sin embargo se preo– cupen del progreso social de la humanidad, reconocerán sin grande di~ (1) Posteriormente he sabido que la revista se llama Antrophos, y el artículo és de Alejandro Le Roy (1906, pág. 3).
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