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r:::::Pl@:==0=::i 11 c::=fü=:::J 11 c::::@:::J 11 c=::©==JII c::=fü=:::JI~ PARRAFO FINAL ¡Salve, Misioneros de China, salve! Espectáculo sorprendente y consolador el de los progresos admira– bles realizados en estos últimos años por la Iglesia católica en la evan– gelización del inmenso imperio chino. Sin duda que si consideramos la extensión ilimitada del campo de acción que se ofrece al celo de los apóstoles de la Verdad, y la innumerable multitud de almas que hasta el día permanecen rebeldes a la luz bienhechora de la fe, insensibles al calor vivificante de la caridad cristiana, podría dudarse que la Iglesia haya obtenido en China un resultado medianamente serio; diríase que apenas si se ha abierto el primer surco, apenas si ha pasado el arado sobre esta tierra desierta y baldía, terra deserta et invia et inaquosa, que no es otra cosa la China desde el punto de vista del Evangelio de Cristo; de suerte que después de siglos tantos de laborioso y continuo aposto– lado, sostenido incesantemente por el triple sacrificio de la oración, de la sangre y del oro, la conversión total de la China es un problema en gran manera incierto y desconsolador. Pero miremos las cosas con los ojos de la fe, y contemplemos en– tusiasmados progresos admirables. Un imponente ejército de converti– dos de toda edad, condición y sexo, así como una majestuosa florescen– cia de obras de caridad y de beneficencia de toda clase: escuelas prima– rias, secundarias y superiores; seminarios, congregaciones religiosas de hombres y de mujeres; asilos, orfelinatos, hospitales, clínicas, leprose– rías, hospicios; salas de conferencias catequísticas, iglesias, oratorios, y creaciones e instituciones de todo género, que constituyen algo así co– mo una florida primavera, hermoso arco iris, y aurora que se abre ca– mino entre las densas tinieblas acumuladas por espacio de tantos siglos 1:1

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