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CATOLICISMO 103 predicado hasta quedarse acatarrado, el catequista que le acompaña es– tá satisfechísimo de la jornada apostólica del Padre, la multitud pagana parece hallarse conmovida ... se esperan catecúmenos... ni siquiera uno se presenta. Quidam quidem irrident, quidam vero dicunt: Audiemus te de hoc iterum (1). Diríase que la gracia divina es celosa de sus opera– ciones. Pero qué, ¿a la vista de la esterilidad de su palabra, de su celo, de su actividad, se verá obligado el misionero a plegar velas y a retirarse de un país tan poco dispuesto a la verdad evangélica, sacudiendo de sus pies el polvo y repitiendo el Vae tibi Corozain; vae tibi Bethsaida, del Salvador? (2). No; porque si no hubiese habido misioneros, no habría hoy un sólo católico en China. No hay que desanimarse, porque repi– tiendo la humilde exclamación del santo Evangelio: serví inutiles sumus, y con el amor y la confianza en Dios, mucho puede hacerse y mucho se hace en realidad en bien de las almas. Y, ¿qué pensar de la conversión en masa de toda la China al Cato– licismo? Non est nostrum nosse tempora quae possuit Deus in sua po– testate. Estas palabras deben inspirarnos una gran confianza en Dios, que ha comenzado esta obra prodigiosa de la conversión de la China. El la acabará en el tiempo conveniente. Vivamos sin inquietud sobre este particular, felices de haber sido llamados al grande honor de tra– bajar en esta obra, y a poner los cimientos de un edificio que nosotros ni veamos, tal vez, sobresalir de la tierra. Siempre habrá mucho que hacer, pero habrá también siempre mucho ya hecho; por lo menos ten– dremos terreno y situaciones conquistados, jalones, normas estableci– das y trabajos indicados a los que nos han de suceder. Será necesario todavía mucho tiempo, grandes esfuerzos, no pocas vidas de ilustres misioneros para llegar a la realización de nuestro ideal, a saber: hacer de la inmensa China una sociedad, una familia sólida– mente cristiana. Mas el católico no puede dudar cuando se tratarle la Iglesia, ni el misionero cuando es cuestión de la propagación de la fe. Nuestro apostolado, en efecto, tiene promesas que son una garantía pa– ra el porvenir: la garantía de la experiencia de veinte siglos. La Iglesia católica no retrocede, no cede jamás; la victoria siempre es segura; es cuestión de tiempo no más. Nosotros no trabajamos sólos; la fuerza en la cual confiamos no es la nuestra propia. El pobre trabajo del misio– nero no es más que el instrumento de una fuerza superior que le pre– viene y le sigue, y los frutos obtenidos no los puede atribuir a su vir- (1) Act. Apost., cap. X\'II, 32. (2) San Mateo, x y XI.

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