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CA TOLJCISMO 99 gladio ancipiti:et pertingens usque ad divisionem animae ac spiritus,com– pagum quoque ac medullarum, et discretor cogitationum et intentionum cordis. Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, y más penetrante que toda espada de dos filos: y que alcanza hasta la división del alma y del espíritu, y aun de las coyunturas y de los tuétanos, y que discierne los pensamientos e intenciones del corazón (1). Y es aquí que los jóvenes misioneros, que llenos de entusiasmo y de noble ardoroso fuego, vienen de Europa profundamente convencidos de los beneficios reportados por el Cristianismo a la doliente humani– dad, y considerando a justo título la falta de religión corno el mayor de los males que puede haber en el mundo, se persuaden fácilmente que la sóla manifestación de las verdades de la fe, debe r.ecesariamente arrastrar a los desgraciados infieles, felices al recibir la clara luz para salir de sus tinieblas, y al verse libres de lo que la Sagrada Escritura llama umbrae mortis: sombras de la muerte. Pensar así es la manía de los que nunca han puesto pie en países de infieles, de juzgar a priori desde las celdas de los seminarios u conventos de Europa sobre cosas que no tienen la competencia ni la misión de discutir. Hablo por ex– periencia, y triste experiencia tal vez. El pueblo chino, en general, está lejos de poseer esa sed de la verdad cristiana y esa disposición intelec– tual y religiosa por el Cristianismo que muchos le atribuyen. Si nos remontarnos a los orígenes del Cristianismo, podremos ob– servar el contraste profundo que separa las conversiones chinas a la fe católica de la mayor parte de las conversiones de la Iglesia primitiva. En las conversiones de ésta, los espíritus y los corazones respondían a los recursos providenciales dispuestos para ayudar al triunfo admirable del Cristianismo. Después de siglos de guerras, revoluciones y luchas interiores, el pueblo-rey había cesado de aprestarse para los combates. Satisfecho de haber sometido el mundo conocido, se puso en las manos de Augusto. El nombre de Roma, que hacía tiempo no de~pertaba sino la idea de :,angrientas conquistas, vino a ser el signo de la concordia. Del Atlántico a las Indias, del corazón del Africa a las riberas de la Oran Bretaña, no se· sentía ya el estrépito de las armas; hasta los bandi– dos dejaron de infestar los caminos y los piratas desaparecieron de los mares; y en medio de este silencio del mundo, la paz romana, inmensa Romanae pacis majestas, que dice Plinio, se estableció. Esta apacible calma era favorable a la predicación del Evangelio. Y a los espíritus, li– bres de inquietudes y cuidados, proporcionaba la cotT!odidad de escu– char y meditar la palabra de salvación. (1) San Pablo. Ad Hebreos, cap. IV, 12.

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