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gen los mejores) más aptos y que sientan en sí la voca– ción divina, a fin de prepararlos para ei sacerdocio con paciencia, y aun con grandes sacrificios. si necesario fuera. Pasan los años y la pequeña cristiandad tiene ya su pastor indígena. l"{ormado ya un núcleo sufi– ciente de clero del país, hay que pensar en que se promue\·a al episcopado alguno de sus individuos que para ello reúna más relevantes condiciones, con lo cmq termina la evolución de la actividad misionera propia– mente dicha . .:_Quién no comprende lo violento que sería para los aborígenes el que, llegado este instante, se separaran de dlos los misioneros con quienes sus antepa:-;ados y ellos con dvieron y cuyo amor y afecto fué transmitiéndose de generación en generación de padres a hijos? ¿Cuü11 doloros;o, y tal vez funesto, sería adenuís para la jerar– quía eclesiástic:1 pri\·arse de aquellos colaboradores perfectamente conocedores de la mentalidad, necesida– des y aspiraciones de los naturales, a quienes llevaron a costa de sacrificios sin cuento la fe cat(1lica y la ci'vi– Hzación cristiana? Todos estos inconYenientes y otros muchos quedan orillados, si los misioneros, a medida que van desa– rrollando la vida cristiana, organizan también la vida religiosa ele modo estable en las regiones a ellos con– liadas. Es un principio incontrovertible, por todos admitido, que la perennidad del fruto logrado por los misioneros estriba, sobre todo, en la oportuna preparación del cle– ro indígena (3r)). Est:1 es una obligación principalísima de los Superiores eclesiásticos, pero de ella no pueden ni deben desentenderse los misioneros. Probarían care- 2(¡

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