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la carroza se detuvo ante un fraile franciscano que rezaba. Era un joven de sutil inteligencia, de profundo pensamiento, de alma casta. Era Escoto, el vidente esclarecido que, intuyendo la visión que contemplaba, en un rapto de su espíritu gigante, «potuit, decuit, ergo /ecit>,, proclamaba. Pasó un siglo y otro siglo. La carroza, gobernada por Escoto y sus «hermanos franciscanos», se detuvo ante el palacio de los Papas. Los resuellos de los monstruos se apagaron y la Virgen, sonriente, dio las gracias. Era un ocho de diciembre. Un Anciano Venerable, con voz clara, en la iglesia de San Pedro, en Vaticano, dijo al mundo estas palabras: «La doctrina que sostiene ser la Virgen preservada, por singular privilegio, de toda clase de mancha aún original, se encuentra en la Escritura Sagrada. Nos así lo definirnos como verdad revelada.» Conrnoviéronse los cielos de alegría, resonaron en la tierra mil plegarias y los mares con sus olas repitieron: «Siempre Pura e Inmaculada>>. 165

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