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36 - go de fervor le decíamos en voz alta:--Pastora nuestra, sal y con tu báculo protector ahuyenta a nuestros ene– migos; que no hagan daño a nuestro Convento y líbra– nos de todo peligro.--En estos momentos, que eran cer– ca de las ocho, nos asomamos a la azotea y pudimos comprobar, con los ojos arrasados en lágrimas, que más de diez iglesias estaban ardiendo. El espectáculo que presentaba Sevilla, puesta al rojo en la oscuridad de la noche, dibujando la silueta de su Giralda, que flotaba sobre aquel mar de fuego, como ángel tutelar de los se– villanos, era verdaderamente aterrador y deprimente: al– go así como la noche aciaga en que Nerón redujo a ce– nizas la Roma del paganismo. Bajamos al Coro con el corazón oprimido; adverti– mos a los religiosos el inminente peligro que corríamos, y los exhortamos a hacer un acto de contrición y a co– mulgar, como si fuese aquel el último momento de nues– tra vida. Escena sublime en que todos los religiosos recibieron con la fe de los mártires, impresa en sus ros– tros, la Sagrada Comunión. En aquel preciso instante dos poderes se enfrenta– ron en nuestro Convento: el del príncipe de las tinieblas con todo su ejército de marxistas, que por cuatro veces llegaron a las puertas del Convento con bidones de ga– solina para quemarlo, y el poder invencible de la ora– ción que los hacía temblar y sentir extraños calambres al aproximarse a los muros del sagrado recinto.--Esta igle– sia decían no se puede quemar, vámonos a otra.--Dejad– la, añadió el célebre Barneto, a Capuchinos hay que bombardearlo. -La Comunidad seguía su oración, que era su fortaleza. Se rezaron los Maitines, y cuando des– pués nos refirieron todo lo que había ocurrido en la puer– ta del Convento, nos convencimos de que la Divina Pas– tora había prodigiosamente deíendido a sus religiosos,

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