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- 9 -- trozó el hombro; al sentirse herido levantó los brazos al cielo, miró a la Inwaculada, vitoreó a Cristo Rey y al recibir la segunda descarga cayó bañado en su sangre. Fr. Crispín y Fr. José, estrechando en sus manos el Santísimo Rosario, cayeron a pocos pasos de sus herma– nos, y todos unidos, acompañados de los Beatos, a quien se habían encomendado, volaron al cielo a recibir de Dios la palma inmortal de los mártires. A los pies del hermoso cuadro de la Inmaculada, que preside el altar mayor de nuestra Iglesia, los niños del Colegio Seráfico, rezaban fervorosos para que el Se– ñor coronara el triunfo de los que tanto trabajaron por ellos en la tierra, y que en el cielo tienen ahora por se– guros intercesores. Herido el pastor, se dispersaron las ovejas. Miem– bros del Comité nos obligaron a salir del Convento y en un camión nos condujeron al cuartel de las milicias. (1) Eran las nueve de la noche, triste como la que siguió a la tarde del Viernes Santo. En una estrecha habitación, presididos por un cua– dro hermosísimo de la Inmaculada, que en su ansia de destrucción olvidaron los revolucionarios, lloramos, sin poder contenernos, la muerte gloriosa de nuestros her– manos. Sin poder contenernos: que bien sabíamos nosotros que, al llegar al cielo y ver el rostro divino de Jesucristo transfigurado, y decir como los apóstoles: «Bonum est nos hic esse»: el Señor les había respondido, no lo que a los discípulos la tarde de la Transfiguración, sino lo que a los mártires el día de su triunfo: «Venid, benditos de mi Padre, a poseer el Reino que os tengo preparado desde toda la eternidad». (1/ Convento di: PP. Triultarius.

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