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-8- nuestro hábito salimos a la puerta, donde nos esperaban doce escopeteros. El P. Guardián se hincó de rodillas y les dijo las muchas limosnas que en aquella portería habíamos dado a los pobres, la mucha caridad que siem– pre habíamos tenido con los obreros y que éramos ino– centes de los crímenes por los que querían quitarnos la vida. Insensibles a todo ruego, señalaron a tres para que quedáramos con los niüos y exigieron a los demás salie– ran fuera. En el patio otra vez el P. Guardián les dirigió la palabra, queriendo convencerlos del crimen que iban a cometer, para que arrepentidos pidieran a Dios perdón. Todos estaban cabizbajos; pero uno se adelantó furioso y con una blasfemia horrible le cortó la palabra y ame– nazó a sus compañeros tratándolos de cobardes. Una gran muchedumrre los esperaba en la esplana– da del Convento, y al aparecer en la puerta les abrieron calle hacia el Triunfo, que la piedad de nuestros anti– guos Padres levantó en honor de la Concepción sin mancha de la Virgen. Sobre un gracioso pedestal estaba la imagen bendi– ta de María, como una promesa, y en la fachada del Convento la estatua del Seráfico Padre, como una ben– dición. El P. Guardián, guardando en su boca un pequeño crucifijo, llegó hasta la verja que rodea el monumento; se cogió a ella ansiando coger el manto azul de la Inma– culada y al caer herido por las balas, salpicó con su san– gre el basamento del pedestal: sublime homenaje de la , Provincia de la Inmaculada a su Patrona y Madre. El P. Gil avanzó rezando en su diurno queriendo sin duda llegar hasta la verja; pero una descarga lo de– rribó antes de llegar a ella. Y siguió el P. Ignacio. Un tiro de escopeta le des-

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