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50 11. - LAS TRES VIRTUDES TEOLOGALES «Te lamentas y dudas de no amar a Jesús. Pero dime ¿quién te ha dicho que no amas a nuestro dulcísimo Salvador? Cierto, tú quisieras amar a Dios cuanto él merece; pero tú sabes también que esto no nos es posible a nosotros criaturas. Dios nos manda amarlo no cuanto y como él merece, porque sabe hasta dónde llega nuestra capacidad y por lo mismo no nos manda ni nos pide lo que no podemos hacer, si bien nos manda amarlo según nuestras fuerzas, con toda nuestra alma, con toda nuestra mente, con todo nuestro corazón. Ahora bien ¿tú no te esfuerzas por hacerlo así? Estonces ¿por qué te turbas? Dios conoce muy bien nuestra intención, que es recta, que es santa ante él. Dios conoce perfectamente la razón por la cual permite que tantos buenos deseos no lleguen a ser efectivos sino después de muchas fatigas, y que algunos nunca lleguen a la realidad. Y ni siquiera en esto hay motivo para turbarse inú– tilmente, porque cuentan siempre la ganancia y el provecho del alma, ya que aun cuando en esto sólo se recabara el provecho de la mortificación de las almas, ya sería una gran cosa» (3-61917, m, 91). «Comprendo muy bien que ningún alma pueda amar dignamente a su Dios; pero cuando esta alma hace todo lo posible de su parte y confía en la divina misericordia ¿por qué Jesús ha de rechazar a esta alma que así le busca? ¿No nos ha mandado amar a Dios según nuestras fuerzas? Ahora bien si habéis dado y consagrado todo a Dios ¿por qué teméis? ¿El entretenerse en esto no es quizás perder el tiempo, una trama urdida por el enemigo de nuestra salva– ción? Por otra parte, decid a Jesús que el mismo haga lo que no podéis hacer. Decid a Jesús, como solía decir S. Agustín: «Da lo que mandas, y manda lo que quieres». ¡Oh Jesús! ¿quieres de mi mayor amor? También yo deseo esto como el ciervo desea llegar a una fuente de agua; pero tu lo ves, ¡no tengo más! ¡Dame más y yo te lo ofreceré! No lo dudes, Jesús es tan bueno, acep– tará la oferta y estate tranquila» (20-4-1915, ll, 408). En este análisis de los elementos constitutivos de la caridad teo– logal, contenidos en el epistolario del P, Pío, no se puede pasar por alto la proyección hacia el prójimo, que surge de la misma causa y de los mismos motivos. «Y he aquí explicado brevemente el gran secreto de tu martirio interno. Ningún alma que haya escogido, bien por sí o por otros, como ocurre en tu caso, el amor divino y sacrificado todo a él, debe o puede ser egoísta en el Co– razón de Jesús, sino que necesariamente debe sentir arder también aquella caridad hacia los hermanos, que hacia exclamar al Apóstol de las gentes: «He luchado por mis hermanos hasta ser anatema por Cristo». Me es conocido que tú delante de Jesús y en el Corazón sacratísimo de Jesús palpitas también con santos afectos hacia los demás; conozco tus ardientes deseos por la salvación de las almas. Estoy muy cierto de esto y me complace la conducta admirable de la gracia divina respecto a ti: pero todo esto tiene su fundamento en la bon-
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