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48 ll. - LAS TRES VIRTUDES TEOLOGALES los criterios que el director debe seguir en la conducta de las almas y del comportamiento de éstas frente a ciertos fenómenos algún tanto desconcertantes. «Detengámonos un poco en la virtud del amor de Dios. ¿Qué es este amor? Antes de dar una respuesta a esta pregunta, conviene tener presente que una cosa es el amor sustancial de Dios y otra, el accidental, y que este últi– mo puede ser accidental sensible y accidental espiritual. Hecha esta distinción, podemos responder a la pregunta. El amor de Dios sustancial es el acto de preferencia simple y desnudo con que la voluntad ante– pone a Dios a toda otra cosa, por su infinita bondad. Él que así ama a Dios, lo ama con amor de caridad sustancial. Pero si este amor (sustancial) de Dios vie– ne acompañado de suavidad, ya se contenga o se restrinja toda ella en la voluntad, tendremos el amor accidental espiritual; si después esa suavidad desciende al corazón y en él se hace sentir con ardor, con dulzura, tenemos el amor accidental sensible. Dios suele, cuando quiere por su infinita bondad elevar a un alma a una alta perfección, comportarse con ella, como una madre con su hijo(...). Así y de una manera todavía mejor se comporta Dios con nuestras almas. Él quiere ganarnos para sí, haciéndonos probar abundantlsimas dulzuras y consuelos y toda nuestra devoción, lo mismo en la voluntad que en el corazón. Pero ¿quién no ve cuán peligrosa es esta especie de amor de Dios? Es fácil que la pobre alma se ate a la accidentalidad de la devoción y del amor de Dios, descuidando el amor sustancial, que es el que la hace acepta a Dios. Frente a este grandísimo peligro acude enseguida nuestro dulcísimo Señor con una gran solicitud. Cuando ve que el alma está bien afianzada en su amor, y que se ha aficionado y unido a él, y ya la considera alejada de las cosas terrenas y de las ocasiones de pecado, y ella ha adquirido ya tanta virtud suficiente para mantenerse en su santo servicio, sin estos alicientes ni dulzuras del sentido, queriendo promoverla a una mayor santidad de vida, le quita aquella dulce– dumbre de afectos, que hasta ese momento ella había experimentado en todas sus meditaciones, oraciones y otras prácticas de devoción» (9-1-1915, 11, 292- 296). Y en otra carta del 29 de diciembre 1914 había escrito: «Luego no puedo no echaros la culpa al veros como atadisima a vuestro propio juicio en orden a vuestro amor hacia el celestial Esposo. Os equivocáis y os equivocáis al por mayor, al querer medir el amor del alma a su creador por la dulzura sensible que experimenta al amar a Dios. Este amor es propio de las almas que se encuentran todavía en la simplicidad de la infancia espiri– tual: amor que podría resultar fatal para un alma que así demasiado se entrega a él. El amor, en cambio, de las almas que ya han superado esta infancia espiri– tual es el de amar sin sentir gusto ni dulzura en lo que se llama alma sensitiva. El signo cierto para discernir si tales almas aman de verdad a Dios es el saber que están siempre prontas para la observancia de la ley santa de Dios; el deseo

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